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Con la puntualidad y seducción artera de las redes informáticas se sirven estos días, mezcladas en la marabunta de noticieros alarmistas y crónicas sesudas, las ... sugestivas gacetillas de dos trágicas mortandades en territorios de antiguas culturas: la prolongada guerra de Putin en Ucrania, que no cesa, y los estragos del colosal terremoto en Anatolia, la placa tectónica cuyo deslizamiento ha resquebrajado otra vez la gran falla terrestre en el territorio fronterizo entre Turquía y Siria. En ese límite también quebrantado se libra otra guerra inacabada y su brutal devastación que comenzó hace más de una década.
Todo cuanto se puede y debe hacer frente a estas tragedias, tengan su origen en lo divino o lo humano, es comprenderlas y tratar de explicarlas, un escape sin fin del abismo donde se asientan el estado racional de la naturaleza y el pensamiento la humanidad. Como profeta de una nueva Europa, sumida también por entonces en masacres y guerras, el masón francés Voltaire exhortó a los filósofos ilustrados del Viejo Continente a instalar la razón y la ciencia en lo más alto del pensamiento, en detrimento de la religión. Ante la desolación de la ciudad de Lisboa provocada por un terremoto gigantesco, aquella luminosa mañana del primer día de noviembre del año 1755, Voltaire describió en verso triste la crónica de la muerte de unos 100.000 lisboetas y la destrucción de la riquísima capital portuguesa, arrasada por las llamas de los incendios y las olas de un colosal tsunami. Así denunció Voltaire los argumentos filosóficos de quienes osaban defender a gritos que aquella catástrofe era debida a un castigo divino: «Venid y contemplad estas horrendas ruinas: muros hechos pedazos, carne en jirones y cenizas. Mujeres y niños amontonados unos encima de otros…» Luego el filósofo francés dejó bien explicado en su novela 'Cándido o el optimismo' que aquella devastación no tenía su origen en un castigo divino ni la intervención de un Dios justo y benevolente. El racionalismo ganaba terreno en Europa a marchas forzadas.
Fueron cien mil lisboetas «los que la tierra devoró y perdieron sus miserables vidas sin ayuda», reiteraba Voltaire en su alegato contra la irracionalidad humana. Esa inmensa tragedia se ha hecho aún más inhumana al norte de Siria, en los pueblos limítrofes con Turquía que libran también una guerra brutal desde hace más de una década. Atrapados y encerrados por un déspota sobre un exiguo territorio desolado por bombardeos interminables y ahora víctimas del terremoto, más de cuatro millones de sirios, esperan un auxilio sin respuesta desde hace una semana por culpa de otra guerra inacabada. El presidente sirio Bashar al-Ásad no está interesado en ayudar a los rebeldes que desean destituirle y ha logrado aislar del mundo a su país, aunque haciéndolo más vulnerable a los embates de la naturaleza. La crueldad de Al-Ásad y su habilidad para mantenerse en el poder, tanto como su reputación de manipular la corrupción, parecen infinitas. Se necesitarán otros medios para ayudar a los sirios devastados. Desde su castillo fortificado por su amistad ondulante con Vladimir Putin, sólida e ilimitada sólo en apariencia, el autoritario presidente turco Erdogan sigue su guerra sangrienta de aniquilación contra los kurdos, y sólo le preocupa ganar las próximas elecciones comprando el favor de las víctimas que tienen derecho a votar. Si la respuesta de su gobierno no es eficiente y efectiva, el terremoto también podría ser su ruina.
Estas tragedias repentinas suelen llamarse fenómenos naturales cuyo origen no es la ira de Dios, aunque no se aplaca el dolor de las víctimas poniendo siempre de nuestra parte de seres humanos el alivio de tales sufrimientos, como el de los terremotos, que ponen a prueba también a los gobiernos. Haría falta un nuevo Voltaire para contar el entramado letal de las guerras, la tiranía y los desastres naturales que entierran a un pueblo. La naturaleza es neutral y ataca donde y cuando quiere; pero los regímenes políticos pueden multiplicar con su avaricia populista esas fatídicas fuerzas destructoras. En esta era de Ucrania herida y de otros desastres, los países europeos habrán de profesar un sentido de generosidad inteligente para ayudar a la larga recuperación que se avecina.
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