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La era de las terrazas. El perro de Lladró y el pernod dentro, y nosotros fuera, como hijos de la glaciación. Tampoco, en los casos que conozco, vivimos una Navidad por encima de nuestras posibilidades, pero así se dieron las circunstancias y así hay que ... afrontarlas.

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Dicen que el cuerpo se endurece en la intemperie, y acudir a las terrazas no es ya sólo una forma de liberación y de socialización, que también. Se trata de defender la hostelería como una trinchera, que diría el poeta del bigotito.

Hay una clase política que sojuzga al mandil, a nosotros mismos; por eso mismo nuestro imperativo ético debe ser el terraceo glacial, quizá como un símbolo de Occidente frente a la barbarie. La terraza mantiene a nuestro bar con un hilo de vida, aunque no sea vida, pero estamos seguros de que cuando llegue la Transición, cuando la primavera de las vacunas que será por julio –cuando haga la calor– tendremos ganado el cielo.

Hay que salir a las terrazas de niebla, hacerse indisociable de ese vaho que sale extraño de las mascarillas. Existe el gorro, la bufanda y la térmica, y el vino se disfruta más en el relente en esta Batalla de Teruel que luchamos por nuestros bares. Las terrazas permiten las confesiones en frío, las consumiciones en caliente y el calentarse el pico. En la terraza no hay espacio para que una tele silente nos dé a Simón, a Sánchez o a Illa en bucle. Por esa parte estaremos más tranquilos.

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Se trata de las terrazas o del caos. Y ya saben con quién voy. Y con quién iré, nieve, hagan ingeniería vírica o quieran prohibir pasar con disfrute por este Valle de Lágrimas. He dicho, queridos trolls.

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