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Los periodistas solemos escribir sobre asuntos que no conocemos en profundidad e incluso desconocemos por completo. Esa lejanía es saludable, si afrontas el tema con ... rigor y empeño por entender las razones de los otros. Pero también somos seres humanos, y a veces nos ocurre como a los lectores, que cuando conocen un tema en primera persona es fácil que encuentren errores en la noticia. A mí me pasa con lo que cuentan nuestros políticos sobre la atención a los mayores: se parece muy poco a lo que la experiencia me ha mostrado.
Cuando los escucho defender la robustez de nuestro sistema, sospecho que su discurso está dirigido a los que no hemos necesitado esos servicios, los que somos funcionales y estamos en relativa buena forma. Es lógico que no quieran preocuparnos en exceso y que nos anuncien avances, que no dudo que se produzcan, y deseo que al ritmo necesario para cuando los boomers lleguemos a la etapa de dependencia o de cierta falta de autonomía. A nadie le gusta pensar mucho en ese momento, como a esos abuelos de antaño que no querían hacer testamento para eludir lo inevitable.
Hablar claro es siempre un problema, y la fábrica de eufemismos no para. Ahora, el objetivo es combatir la «soledad no deseada», como si el gobierno por decreto pudiera garantizarnos la compañía y el afecto que, ni en plena juventud, logramos procurarnos. En realidad, están hablando de otra cosa, de la falta de autonomía, de no tener siquiera la opción de acercarte a otros seres humanos, de salir a la calle, a la compra o a la ventanilla del centro de salud. De seguir haciendo la vida que hacíamos cuando el cuerpo nos acompañaba, o al menos de tener la posibilidad de hacerla. «Soledad no deseada» suena poético, abstracto, como si obedeciera a un cambio de la presión atmosférica. Pero el apoyo que necesitas recibir es muy concreto y cuantificable: una llamada a la semana, una visita de dos horas, unas bandejas de aluminio con comida a domicilio.
Nadie quiere irse de su casa, si tiene una, que incluso eso empieza a tambalearse en estos tiempos. Una vivienda con ascensor, eso es combatir de verdad la soledad no deseada. Las familias cada vez son más cortas y dispersas, y no es difícil hacer una proyección bastante nítida de lo que nos espera en pocos años, la realidad para la que, entiendo, trabajan ya las instituciones. En lograr que todos estemos el mayor tiempo posible haciendo la vida que conocemos y hemos elegido. Sí, eso queremos, la inmensa mayoría, decir adiós sentado en el sillón, viendo la tele una tarde cualquiera. Pero a veces hay un paso más que dar. Recuerdo, de joven, tener esa discusión, sobre cómo podrías cuidar siempre a los tuyos y evitar la residencia. Hoy, sé que ese momento llega de un día para otro. Y dirá la consejera que en Castilla y León estamos mejor que en otras partes, pero para mí son palabras huecas, porque desde la primera noche que se queda tu madre o tu padre allí empiezas a hacer dolorosas concesiones: día tras día, siempre gana lo que es posible sobre lo que es mejor.
El dinero –que no es poco, la media en las privadas ronda los 1800 euros mensuales, y en las públicas hay lista de espera– es un tema, pero no el peor. Lo que se escapa como el agua es la posibilidad de seguir siendo la persona que eras, no un niño, ni un enfermo, ni un loco. Complicado, porque los recursos son escasos y se centran en lo básico: mantenerte vivo, alimentado, lavado. Es formidable encontrar residentes con la cabeza perfecta, conformados a su suerte. Es increíble el deseo de seguir vivos al que muchísimos se aferran, y que es un ejemplo de resistencia para todos nosotros. Pero, en otros casos, ni siquiera son capaces de pedir lo que necesitan, ni de explicar por qué sufren.
Hoy, en esta columna de la que dispongo como periodista, reclamo lo que como ciudadana siento que es urgente: que entre todos escribamos con letra clara los compromisos con los viejos que seremos, para que puedan protegernos el día que no seamos capaces de hacerlo por nosotros mismos.
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