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Cuando este artículo esté impreso confío en que se haya completado el recuento de fallecidos, personas que hace menos de una semana estaban aquí, como nosotros. Ojalá con los días se abra una brecha de luz en la sombra, por encima de la ira y ... la desolación. En la facultad nos enseñaban a buscar la 'percha' de un artículo, que el tema que trate conecte con lo que en ese momento preocupa a la opinión pública. Pocos habrían leído la noticia de las zonas inundables de la ciudad en el mes de julio, pero hoy, tras la catástrofe, es una información útil. Nuestras cabezas son pequeñas, con un almacenamiento de memoria limitado: si entra un bit, tiene que salir forzosamente otro. Hasta hace solo una semana, no habíamos pensado que el garaje, un sólido búnker, pudiera ser una tumba. En nuestra cabeza unas ideas van desplazando a otras, pero solo por un tiempo. Casi seguro que en unas semanas serán sustituidas, y a lo mejor no hay otra forma de sobrevivir, olvidando.
Vivimos en una guardería, mecidos por un hilo musical que dice que la normalidad está garantizada, aunque a poco que rasques lo único normal es que amanece y anochece. Cuando algo va bien quieren convencernos de que es gracias a la pericia de los políticos, así que no deberían extrañarse de que cuando van mal les echemos la culpa a ellos. Nos prometen felicidad e irresponsabilidad, bajadas de impuestos y ayudas sin fin, y, si no se cumple, la única salida que nos queda es culpar al gran villano, al que sea, según el flanco en el que nos situemos.
Solo hay que temer que el cielo se desplome sobre nuestras cabezas, como decían en la aldea gala, aunque en el siglo XXI no estamos capacitados para aceptarlo. La alerta era roja, pero como apuntaba un experto, quizás hemos abusado tanto del rojo que debería crearse una nueva categoría: la alerta negra. Aunque una vez instaurada podría volverse de nuevo ineficaz. La alerta funciona si un elevado porcentaje de los peligros no se produce. Y nuestra cabeza práctica y limitada deduce: «como no se produce, ¿para qué la alerta?». La prevención es molesta, todos lo experimentamos en la pandemia. La libertad se convirtió en un posicionamiento político, incluso en arma de guerra autonómica. En realidad, ¿cuánta libertad estaríamos dispuestos a ceder a cambio de poder evitar un peligro muy probable, pero que nunca se sabe al cien por cien si llegará? Algunos lo aceptarían; muchos, no. No es un problema nuevo, ya estaba en el catecismo. El libre albedrío lo llamaban, que también lo ejercen nuestros políticos, con frecuencia para pecar por omisión.
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Mientras sobre gobernantes pesa la responsabilidad de no haber dado las órdenes precisas y a tiempo, se reclama la presencia militar. El Ejército no es un poder milagroso, ni necesariamente heroico: es un poder ordenado. Muchos bocazas que utilizan la jerga militar en las redes sociales y que se creen que todo se resuelve a golpes desconocen que la primera regla militar es la obediencia, incluso cuando dudan, incluso cuando los recursos con que cuentan son insuficientes. Su eficacia radica más en la planificación y orden que en los tanques. Y en situaciones catastróficas la logística es necesaria, incluso por encima de la buena voluntad de tantos miles que quieren desplazarse para echar una mano. Las necesidades no se van a acabar en unas pocas semanas. Necesitarán nuestro apoyo durante mucho tiempo, y buena parte llegará con financiación pública, esa tan mal valorada y que necesita de nuestra contribución. Una catástrofe nos enfrenta brutalmente a los límites del sistema: hasta qué punto estamos disspuestos a ceder una parte de nuestra libertad y bienestar individual en aras del bien común, que también es el propio.
En momentos como estos suenan más rancios y ruines que nunca los exabruptos de políticos que aprovechan la ocasión para golpear a sus adversarios, en lugar de cumplir con su obligación de responsables públicos. Solo anunciarles que pasará su tiempo, no ganarán ninguna elección de la forma que sueñan hacerlo, y posiblemente se retirarán sin ser aplaudidos por sus propios compañeros de partido. Así que no pierden tanto si, el tiempo que les quede, trabajan con honestidad.
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