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Hace unos días, en este periódico se publicaba la esquela de un vecino de Valladolid, en la que se mencionaba que había sido dependiente de una tienda de ropa muy conocida, una casa de confección, como se las conocía antes. Pocas veces aparecen en las ... esquelas datos más allá de la familia. La profesión solo se indica en un puñado de casos: un cargo político, un médico, el dueño de un negocio conocido. Para el común de los trabajadores, parece que de los servicios prestados hasta los 65 no queda rastro, y hasta alguno reniega de aquella etapa, que viene a ser la mitad, o más, de la existencia. Como si hubiera estado viviendo la vida de otro.
Yo no conocí aquella tienda, pero sé bien lo que es un buen dependiente. Un dependiente es cordial, atento, pero no entrometido, y siempre servicial, tanto si pides un sacapuntas como un ordenador, si te vas sin nada o si te llevas la tienda entera. Disculpa las torpezas verbales del cliente y recompone una y otra vez el desorden del género que deja el comprador indeciso. Nunca, nunca, te hace sentir idiota, aunque lo seas. Se pone en tu lugar, en resumen.
Cuando leí aquella esquela de ese hombre orgulloso del que había sido su trabajo pensé en la tienda del señor Matuschek, «justo en la esquina de las calles Andrassy con Balta, en Budapest, Hungría», el escenario de la película 'El bazar de las sorpresas'. Su director, Ernest Lubitsch, sabía mucho de tiendas, porque había crecido en el almacén de ropa que su padre, un emigrado ruso, creó en Berlín. Dicen que Lubitsch interpretaba todos los papeles de sus películas, y que su pericia actoral la entrenó tras aquel mostrador de la tienda familiar. Un dependiente no deja de manejar herramientas del actor: talento, persuasión, simulación, escucha. Lubitsch decía que nunca hizo una película en la que la atmósfera y los personajes fueran más reales que en esta.
En 'El bazar de las sorpresas' hay una historia de amor, pero la protagonista es la tienda en sí, el pedazo de vida que transcurre cada día, desde que suben hasta que bajan la persiana. Un comercio de artículos de cuero, de maletas, bolsos y carteras de «piel de cerdo de importación», todo un lujo para la época que refleja, el periodo de entreguerras, con millones de personas sin trabajo. El miedo a perder el empleo es definitivo para entender a los personajes. El dueño, Matuschek, es a ratos paternalista y a ratos despótico. Las horas extra son la norma, y despide por las bravas. Los empleados oscilan entre la mansedumbre y la adulación al dueño. Con todo, avanza la vida. Con su salario, Pirovitch mantiene a su pequeña familia. Ilona se compra una estola de zorro, que apenas puede permitirse. Pepi invita a cenar a una chica. Kralik y Klara se enamoran. En la víspera de Navidad, envuelven en papel de seda y atan con cordón decenas de paquetes. Y se alegran sinceramente de la buena caja con que cierran la jornada. Hasta el jefe tiene su epifanía y reconoce, en una escena magnífica, que la tienda y los empleados es lo más parecido a un hogar que ha tenido a lo largo de su vida.
El comercio en el que trabajó aquel hombre de la esquela estaba en Valladolid, y no en Budapest, pero seguro que allí también cuidaban lo que vendían, ordenaban una y otra vez las baldas, decoraban el escaparate por Navidad. Sería pueril añorar las condiciones de trabajo del pasado: avanzamos, pese a quien pese. Pero considerar nuestro empleo poco más que una condena provisional hasta la jubilación, más que liberarnos nos convierte en una pieza triste del sistema. Apreciar tu trabajo es apreciarte a ti mismo. Sí, algunos trabajos pueden ser completamente inútiles, incluso un infierno. Pero otros, la mayoría, no serán el cielo, pero sí una oportunidad de ser útil, de aprender, de conocer a otros. También de recibir la nómina y alegrarte cuando llegan un par de días libres. Hoy, entre las lágrimas de cocodrilo de los que se lamentan por tener que fichar esta mañana porque la lotería pasó de largo, los buenos deseos navideños los dirijo a aquellos que han perdido su empleo, para que encuentren otro pronto. Como expresaba a la perfección uno de los trabajadores de Bimbo: «Me da igual hacer donuts que hamburguesas, lo importante es seguir».
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