Exposición de diseños de moda de Balenciaga en Las Francesas. Alberto Mingueza
Opinión

Mujeres ideales

La vulgarización de la ropa fue también su democratización. A pesar de ello, admiramos esos trajes únicos que nunca vestiremos y que nacen de una búsqueda militante de la belleza

Lunes, 23 de septiembre 2024, 07:05

Mujeres muy normales recorremos la exposición de Cristóbal Balenciaga en la sala de Las Francesas. En nuestros armarios no figura ningún vestido de cóctel, ni pamela de terciopelo, ni bolero de guipur, ni traje de otomán, ni abrigo para la ópera, y no los echamos ... en falta, porque en realidad no tenemos ocasión de lucirlos. Da igual, la visita es muy satisfactoria. Hay amigas, hay madres e hijas, pero sobre todo mujeres solas. Una niña arrastra a su abuela hasta un maniquí con un vestido azul, que ya sabe que es su preferido, porque ha venido varias veces. Se acercan y contemplan los detalles: un botón forrado, un cosido al bies, una pinza que esculpe mágicamente la seda.

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El estilo de Balenciaga es contenido, depurado, pudoroso. El cuerpo se intuye unos milímetros detrás de la ropa, pero no se marca: la antítesis de lo que hay en la calle en verano. En una vitrina se muestran las herramientas de costura: tijeras enormes, el metro, piedras de marcar, un imán con alfileres. Dicen que el modisto era capaz de construir vestidos a sus clientas sin hacer una sola prueba, porque retenía cada silueta en su mente.

En la exposición puede verse un abrigo de Isabel Garcés, la afónica y simpática protectora de Marisol en sus películas de niña prodigio. Su talla no era canónica, era bajita y redondeada; sin embargo, lucía radiante, con su moño estupendo y su traje de cheviot. Varios de los modelos de la muestra están recogidos por la espalda, porque se crearon para cuerpos reales y los maniquíes son rectilíneos. Cada traje está lleno de pequeños ajustes para adaptarse a las medidas de su propietaria, y por ello solo sobre su cuerpo encajaba a la perfección.

Balenciaga nunca hizo ropa en serie, nunca clonó un vestido en cuatro tallas. Su retirada coincidió con ese cambio de ciclo que no pudo o no quiso afrontar. La caída de la alta costura vivió su peculiar toma de la Bastilla. En las divertidas y, aunque puedan parecerlo, nada frívolas novelas de Nancy Mitford, modelo ocasional de Dior y coetánea del modisto español –murió justo un año después que él, en 1973–, se refleja el desprecio con el que las clases altas vivieron la irrupción de la «horrenda» ropa en serie, que consideraban «algo totalmente amorfo».

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Pero cualquier resistencia era inútil. En los sesenta y setenta las casas de costura fueron cediendo el paso a las de moda, y hasta en las ciudades más pequeñas las modistas y los sastres fueron desapareciendo. La misma costura doméstica quedó poco a poco aparcada, a medida que en el carné las ocupaciones de las mujeres pasaron a ser otras distintas a 'sus labores'. Decía mi madre que antes las diferencias entre pudientes y pobres se apreciaban a simple vista, por el corte de la ropa. Hoy no es tan fácil, aunque exista algún detalle sutil en la indumentaria, porque la silueta es compartida. La vulgarización de la ropa fue también su democratización.

A pesar de ello, y a pesar de la realidad de nuestras propias vestimentas, unos pantalones cualesquiera y un par de zapatos cómodos, admiramos esos trajes únicos que nunca vestiremos. Nacen de una búsqueda militante de la belleza, desde el primer boceto hasta la última puntada. En el catálogo de la exposición, amigos del modisto escriben que Balenciaga merendaba cada tarde únicamente leche, pero en una copa tallada: «Necesitaba rodearse de objetos hermosos, de una gran sencillez, pero perfectos».

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