En tiempos, toparse con un hábito fuera de los muros del convento obedecía a causas de fuerza mayor, como una cita médica o un funeral. El abastecimiento se recibía por el torno, y cada orden contaba con una mandadera para encargos. Otra ocasión era acudir ... a la mesa electoral, a primera hora. Igual ayer también enfocaron a unas pocas religiosas, que acudían a depositar el voto. Unas 'monjitas', como algunos dicen, como si no fueran mujeres del todo, como si permanecieran en el limbo de la ingenuidad. Se habla de pecadillos de monja, cutis de monja, manos de monja. Quizás las pieles no se curten, pero los humanos por dentro sí lo hacemos, cualquiera que sea el espacio en el que nos desenvolvamos; todas las tensiones y alegrías se reproducen en cualquier comunidad, grande o pequeña. Otro tópico es que han nacido para endulzarnos la vida, como si hacer mazapanes fuera la causa de su vocación, y no la consecuencia del 'labora' que acompaña al esencial 'ora'.
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Donde nací había conventos por todas partes. Según abrías la ventana, las Dominicas; a cien metros se veían los ventanucos de las celdas de las Oblatas; pasando la cuesta, las Juaninas y un poco más arriba, las Carmelitas y las Siervas. Eso a tiro de piedra, porque fuera del barrio había unas cuantas órdenes más. A veces sonaba una campanita, y detrás otra, un poco más lejos, y luego otra más. Algunas ya han desaparecido. Uno de los conventos es hoy un hotel, otro se reconvirtió en oficinas, otro –extremadamente valioso y precioso– San Antonio el Real, está cerrado y sin proyecto.
Cada poco tiempo en los medios asoman monjas que apuestan por renovar sus métodos y expandir 'la llamada' por nuevos caminos, que hoy todos conducen a la pantalla del móvil. El otro día una orden ofertaba 'prácticas de monja', una invitación un poco frívola, pero no muy lejana del consejo clásico: reza y la fe llegará. Puede que aparecer en Instagram, que es la antítesis de la clausura, sea la última carta posible. La otra alternativa es dejar que el tiempo pase, que todo siga como siempre, hasta que llegue el día de echar el cerrojo, salvo que Dios disponga otra cosa. Es una elección compleja, pero está ahí. Las nuevas monjas no son seres de luz, son también mujeres millennials, generación Z, o lo que se tercie, han habitado en un mundo ruidoso y muy diferente al del silencio del claustro y la meditación en la celda. Y a veces pasan cosas, piensan cosas, deducen cosas, y hasta engullen ideas rocambolescas que les llegan por el móvil, un día que estaban reclutando nuevas vocaciones. Qué lejos del postureo en redes queda la monja tradicional, que tenía prohibido observarse en el espejo para evitar cualquier vanidad.
Lo ocurrido en Belorado es una excepción, pero también un síntoma de las costuras quizás endebles de estas comunidades, cerradas y bastante opacas. Tras los muros puede reinar la piedad y la austeridad, o un desorden intolerable. Todo se basa en la confianza y la buena voluntad, hasta que salta por los aires y alguien se pregunta ¿pero a nombre de quién está todo esto? Algún cambio habría que hacer en este sentido. En lo que respecta a lo espiritual, poco se puede hacer para demostrar a las exclarisas que su creencia no es la verdadera, decididas como están a besar el anillo del obispo 'preconciliar': es una cuestión de su fe. Yo imaginaba los cismas como algo más trabajado y riguroso, pero ahora comprendo que pudieron surgir de cualquier cosa. Eso sí, entonces no se retransmitían por la televisión.
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El caso de Belorado daría risa si no fuera porque transmite a muchas personas una idea ridícula de lo que es la vida monacal. Es triste pago para las que estuvieron y las que todavía quedan en los conventos, que se levantan de madrugada para orar por nosotros, por los pobres, por todos, por este desdichado mundo. Yo se lo agradezco, sinceramente, mucho más que su pericia haciendo galletas.
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