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El sábado me llevé a casa un libro de Julia. Era una edición de los años cincuenta de Oliver Twist. Setenta años no hacen a un libro valioso, y menos si es de Dickens, porque ya en vida fue un escritor muy amado por sus ... coetáneos, y se imprimieron tiradas con miles de ejemplares de su obra. La gente compraba Dickens por placer, no para que luciera en su estantería. En fin, que el volumen que cogí gratis tenía las cubiertas enteladas en ese carmesí que en origen tenía el pendón de Castilla, y no el morado al que ahora nos hemos acostumbrado. El libro tiene un prólogo muy bonito de Stefan Zweig, un escritor doliente y reflexivo, en cierto modo la antítesis de un vitalista como Dickens, al que sin embargo amaba y leía con profusión.
Porque Dickens, que había vivido una infancia de pobreza y abandono, supo conservar siempre las flores de su alegría infantil, como describe Zweig. Su escritura refleja un entusiasmo sincero por la vida ordinaria, «esa feria de cachivaches y pequeñeces que cualquier otro hubiera despreciado», pero que él sabía bruñir. Dickens estaba contento con el mundo, aunque pocos supieron señalar con tanto tino el mal, «apuntar con el dedo a la herida abierta». Se cuenta que Oliver Twist logró fomentar las limonas a los niños pobres, que se mejoraran los asilos y se vigilaran las escuelas particulares de entonces, en las que se impartía más crueldad que gramática. Esa escritura transparente e impregnada de su tiempo, en la que su país se vio fielmente reflejado, es el rasgo que admira Zweig, un escritor maravilloso también, pero atravesado por una complejidad y oscuridad muy diferentes. Y eso me llevé yo el otro día, sin pagar nada a nadie.
Mi libro estaba entre otros volúmenes y revistas, y un poco más allá unos vasitos de vidrio, unas tacitas, un platillo de flores, una bandeja verde, una jarra de loza, una caja de madera con una mariposa pintada y un cuenco con monedas oxidadas, seguramente las que los visitantes arrojaban al agua de la alberca. Todos los objetos estaban en la calle, en un par de bancos, cuidadosamente alineados, con un cartel indicativo «Llévate un libro de Julia Casaravilla. Si te gusta ¡llévatelo!». Y yo me llevé el libro y una moneda, porque me gustaban.
Julia Casaravilla, la dueña del libro, había fallecido unos días antes, un jueves de este mes de julio. Solo coincidí una vez con ella, en una visita al jardín donde vivió cincuenta años, un rincón imaginado y creado por la mano de su marido, el arquitecto y paisajista uruguayo Leandro Silva. Los últimos veinte años, desde que él murió, fue Julia la que conservaba el espacio y acompañaba a los visitantes por el jardín, alumbrado al refugio de la roca caliza y a cuatro pasos del Eresma, en la lengua de tierra que define el barrio segoviano de San Marcos, el punto más bajo de observación del Alcázar, que recorta la vista del cielo.
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Es difícil hacerse un hueco en este mundo mostrando tu jardín, y solo unos pocos lo consiguen. Hace falta ciencia, pero también poesía, y la generosidad de abrir las puertas a tu mundo privado de peonías, lavandas, romeros, álamos y tilos. Lo privado es confortable y sin embargo sus límites son tan estrechos, tan breves, que apenas hace una muesca en la historia: las grandes obras sobrevuelan por encima de las generaciones. Con frecuencia el jardinero no tiene tiempo de ver la sombra profunda de los árboles que plantó, ni el juego de color que las estaciones deslizan sobre las especies que esparció en la tierra. «Hijo, todo esto que ves un día será tuyo», es más un deseo que una sentencia, porque poco o nada de lo nuestro trasciende. Hasta el mejor de los libros de nuestra biblioteca tiene pasaporte seguro al contenedor azul. Solo un nuevo lector es su legítimo heredero y puede rescatarlo. Si te gusta, si lo aprecias, si ves el brillo bajo el polvo, llévatelo, esa era la invitación.
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