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Reviso en el archivo de Televisión Española la presentación que hizo José Luis Garci para 'Marty' en Qué grande es el cine. El actor Ernest Borgnine, hijo de inmigrantes italianos, daba bien de forajido, de centurión, de sargento cruel o vikingo, pero en Marty su ... corpulencia y rudeza acentúan aún más la fragilidad del protagonista. Es un hombre como tantos, que no tiene «lo que sea que a las chicas les gusta». Todos le recuerdan, como si no lo supiera, que está solo, que es soltero más allá de la edad recomendable. Él mismo se fustiga más aún: soy feo, gordo, menos que un perro. Cuando ya ha aceptado su situación, este carnicero sensible y gris conoce a una mujer que tampoco responde a los cánones exigidos. No es guapa, no es simpática, es torpe socialmente, ha cumplido años. Como él. Pero ni a los padres de la chica ni a los amigos del protagonista les gusta la relación, todos parecen cómodos con el papel triste que les ha tocado a Marty y Clara, salvo ellos dos. Acaba la película y sabemos que van a quedar de nuevo, pese a la oposición de su entorno. Aunque tampoco nos garantizan si el final será feliz, solo que están decididos a salir de su cueva.
'Marty' tuvo un éxito arrollador pese a que no había galanes ni preciosas chicas en su reparto. Nunca habría llegado a rodarse si no fuera porque años atrás se emitió la historia en un telefilm en directo y recibió un aluvión de llamadas y cartas de gente conmovida: «es la historia de mi vida», decían. Los espectadores no estaban acostumbrados a verse reflejados en la pantalla. Allí salían héroes, asesinos, damiselas y mujeres fatales. Contaba Garci que, de algún modo, 'Marty' abrió el camino a esas historias más pegadas a la vida cotidiana, de gente que se sentía insignificante y que, sobre todo, se sentía sola. Personas que se sentían reconfortadas al reconocerse en la pantalla. Pues vaya, no soy un caso raro, hay más como yo: hay esperanza. O al menos parecía que la había en 1955, en aquel Bronx que muestra la película.
Muchas noches, cuando enciendo la televisión y repaso el móvil, me siento como aquellos espectadores cansados de que les cuenten historias que no tienen nada que ver con su vida. Pero no por bellas, sino por destructivas. Te preguntas si no eres tú la que está fuera de lugar, si cambió tanto el mundo que ya no te pertenece. Flota una nube de malestar compartido, aunque cada uno lo interpretemos de una manera. Tengo vecinos, tan gentiles como Marty, que acortan el paseo para no perderse el programa «en el que cuentan verdades, que nos tienen engañados». Ellos también, como yo, están confusos. La complejidad supera y agota, y dan tentaciones de buscar el sentido de la vida por la vía rápida. Cuando llegan a casa, escuchan a un experto en algo, que les habla de tú a tú en la pantalla del teléfono. Sienten que son depositarios de importantes confidencias, secretos que les permiten identificar con claridad al culpable. Ellos, tumbados en la oscuridad de su habitación, son uno más de un ejército de solitarios. Sus gurús los quieren así, en su cueva, aislados, sin ventilación alguna, para que crezcan el miedo y la ira.
A la luz del día, las profecías y conspiraciones pierden fuelle. Hay dolor, pero también esperanza. Todo está fatal, dicen los españoles en las encuestas, y, cuando les preguntan que a ellos cómo les va, contestan que bastante bien. Somos supervivientes: se acaba el mundo, pero todavía no. Hoy subes al autobús, vas al médico, coges el pan o tomas un café. Y vas a tener que firmar un armisticio, porque justo te va a atender el enemigo.
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