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En mi barrio había un niño que jugaba poco, pero sabía muchas cosas. Le escuchábamos con atención porque tenía una fuente de conocimiento envidiable: la ... colección de manuales de los jóvenes castores. Uno de sus temas predilectos era la NASA. Nosotros le preguntábamos chorradas del tipo de cómo se apañaban los astronautas para hacer pis o si la comida no se les estropeaba en la nave. «No hay problema», decía, como si fuéramos tontos del bote. «Han inventado unas pastillas de colores que valen por un menú completo: la azul el pescado con patatas, la roja albóndigas, la naranja el puré». Eso nos parecía fascinante: ¡poder librarnos del martirio diario de comernos todo lo que nos ponían en el plato! Valorar la variación en la comida casi siempre lleva su tiempo. Antes se decía aquello de que muchos no comían bien hasta que iban a la mili. Comer bien era comer de todo, y aquello se convertía en un objetivo alimenticio, y hasta moral. Ya dicen que la necesidad –si no es mucha– es virtuosa, marca el límite y el orden. Lo que fuera, ya no es. Aquí, el hambre, pura y dura, prácticamente ha desaparecido, aunque haya necesidades graves, que no pasan por llenar el estómago de pan, como soñaba Lázaro de Tormes. En los supermercados ofrecen cientos, miles de referencias y estamos hasta el copete de programas de cocina, con recetas de todas las partes del mundo. Todo tan sofisticado y a la vez, la verdadera reina es la hamburguesa. Un filete de carne picada dentro de un panecillo es hoy la píldora de los astronautas. El olorcillo a salsa barbacoa recorre el planeta, y solo en los lugares más paupérrimos de África el payaso Ronald no ha instalado caseta.
La hamburguesa no es un prodigio saludable, pero en mi opinión –que no es nada del otro mundo–, está bastante rica, y socializa. «Ningún hombre es superior a las cosas que son comunes a los hombres», esa es una gran verdad, y entre que tu hijo se coma una hamburguesa con sus amigos en un cumpleaños o le lleves un par de zanahorias de casa, es más saludable la hamburguesa, por muchas razones que no son las dietéticas. La mejor virtud es, o al menos era, que está desprovista de la pedantería que ya va sobrando en la cocina. Y digo era porque desde hace tiempo la 'hamburgosofía' ha irrumpido como especialidad gastronómica, renunciando a su principal valor, la falta de pretensiones. Ahora te encuentras a verdaderos especialistas hamburgueseros, capaces de captar matices insólitos en la invariable receta de carne, salsita y pan. El precio sube, y no digamos si rematan el bollo con una lasca de la omnipresente trufa. En las redes hay encendidos debates en torno a cuáles son las cinco mejores hamburguesas de Valladolid o las diez más originales de España.
La hamburguesa se ha convertido en la 'marca blanca' de la restauración. Nuevos locales se suman a la oferta, casi al mismo ritmo que desaparecen los menús del día, que exigen unos malabarismos de carta y personal que ya no son posibles. Cada día cientos, miles de panecillos prácticamente idénticos se tuestan y rellenan con filetes rusos, los engullimos en cinco minutos y nos damos por comidos, y hasta te lo acercan a casa en una bicicleta, porque el cansancio es nuestro estado vital. Hasta nos cuesta elegir entre un puñado de variedades de hamburguesas que, a primera vista, son indistinguibles pero, si te concentras, tienen su aquel.
Comer fácil, pensar poco. Cuando la vida se pone complicada, el 'pensamiento hamburguesa' calma el ansia y nos rellena el estómago. No es lo más rico, ni lo más sano, pero evita huesos y raspas, y conecta a los humanos con esa etapa primigenia en la que desconocíamos los cubiertos y las reglas de etiqueta. La única duda es si la quieres con queso o sin queso, tan sencillo como elegir entre aquellas grageas de la NASA.
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