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Tolstói escribió que no hay condiciones de vida a las que no podamos acostumbrarnos, sobre todo si vemos que alrededor todos las aceptan. Yo esculpiría la frase en mármol o al menos la rotularía con vinilo, que es más acorde a los tiempos, y la ... pondría en el frontispicio del supermercado, un palmo por encima de los carteles con las ofertas del día. Somos un puñado de gruñones profesionales, pero cruzar la puerta del súper nos amansa. Arrastramos sin protestar el carro que decidan poner a nuestra disposición. Embolsamos la fruta, cargamos con la leche, nos aupamos para agarrar el paquete de la balda superior y nos ponemos de cuclillas para comprobar la mercancía de la inferior. Movimientos sencillos de describir, pero no tanto de realizar para muchas personas. A veces te piden por favor que les alcances el paquete de café y hasta se disculpan por ser bajitas, como si fuera culpa de ellas no cumplir con el tamaño reglamentario de cliente.
Después del aprovisionamiento de víveres, las buenas gentes se agrupan para recibir la bendición, que no es otra que abandonar el establecimiento lo menos magullado posible y con fuerzas suficientes para cargar la compra hasta casa. Pero antes hay que cumplir la penitencia en la línea de cajas, ese espacio de tortura, inspirado en el panóptico de Foucault, en el que los presos se reprimían porque no había una esquina donde esconderse del ojo del carcelero. De hecho, vigilar es la principal tarea de los cajeros de hoy, que registran los códigos de los artículos a un ritmo salvaje, inversamente proporcional al tiempo que el cliente precisa para embolsar sin golpear las manzanas ni estrellar el cartón de huevos. Su objetivo es que ningún producto pase sin marcar, cobrar la cuenta y que la cola avance. Los cajeros soportan su propia ansiedad, y solo raramente preguntan si necesitas ayuda, aunque sea una pregunta retórica. En general permanecen impávidos hasta que terminas de embolsar y pagar, bajo la mirada impaciente de los que vienen detrás. Qué soledad más grande, madre, en la línea de cajas. Al lado van creciendo las cajas de autopago, hasta que un láser recorra nuestro carro de la compra, nuestro bolso y hasta nuestro cuerpo para fiscalizar en un nanosegundo todos los artículos que llevamos y que nos cargarán automáticamente en la cuenta corriente.
Foucault, que cuando lo leí por primera vez decían que era de izquierdas y ahora he visto que lo cita la derecha cuando se pone libertaria, afirmaba que el poder no quiere poseerte, sino que trabajes para él: «un cuerpo útil es un cuerpo productivo y sometido», escribía. Yo sí siento mi cuerpo productivo y sometido a los dividendos de los supermercados, y también de los bancos. Cuando era pequeña, todavía se hablaba de los economatos, donde se abastecían de alimentos y otros enseres los propios trabajadores de instituciones o empresas grandes. El círculo perfecto, volver a pagar al que te abona tu salario. Suena antiguo, pero tanto no ha cambiado. El dinero y la comida, y cuatro cosas más, siguen moviendo el mundo, y a nosotros con él.
Por eso, cuando salen las alegres cuentas de resultados de los bancos, y los supermercados se expanden y amplían instalaciones, me siento hasta orgullosa de mi humilde pero constante contribución a sanear sus cuentas con mi dinero y también con mi trabajo, ya que cada día asumo más gestiones que antes, no sé cómo, lograban hacer ellos por mí. Y sin recibir un aplauso, ni siquiera un calendario por navidad. Al contrario, siempre parece que no estás al nivel, que no eres lo suficientemente rápido y eficiente, que haces demasiadas preguntas. A veces, daría un porrazo al cajero/a, pero luego reflexiono y veo que somos dos peones haciendo lo que podemos, al servicio de unos jefes invisibles que tienen siempre muchísima prisa y que te amonestarán si te sales del carril. A lo mejor es lo que hay que hacer, aminorar el ritmo y que se les fastidie la estadística.
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