Unos niños juegan en los columpios de un parque. J. C.
Vidas breves

Un día en mi barrio

«El sol se pone hacia Parquesol, y, a veces, en los atardeceres rojos, se adivina un perfil de montaña, como si más allá de la plaza de Marcos Fernández se escondiera la Mujer Muerta»

Lunes, 11 de diciembre 2023, 00:23

En mi barrio amanece a mano izquierda, por detrás de las vías del tren. A veces, según pinten las nubes, parece que detrás de las catenarias asome el Guadarrama, pero es solo un momento, en seguida se disuelve el espejismo. A las ocho menos cuarto ... las palomas torcaces picotean aquí y allá, apurando los minutos antes de que comience el despliegue de las tropas. En un rincón una pareja de adolescentes se abraza tiernamente, ocultando la cabeza contra sus pechos, a punto de ser lanzados al abismo de los pupitres y los estándares de Historia de España. A la vuelta, a las puertas del bar, espera a que le den el paso para usar el lavabo una mujer que desde hace un par de meses duerme en la calle, acurrucada en el sotechado de un edificio. A cuatro pasos, se agolpa la cola despelujada camino del análisis del centro de salud, siete en orden, dos apostados en el muro y otra sentada en un poyete. Todos en silencio, que ya sabemos cómo va la vez, y si no al abordaje, la misma guerra de cada mañana. Entre el centro de salud, la panadería y las cafeterías se atienden las necesidades básicas del barrio, porque para seguir vivo necesitas tanto la receta como el pan y el café.

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Pasadas las nueve y media la actividad se traslada al supermercado. Mucha gente mayor que camina con lentitud, con bastón, con muleta, con andador o apoyados en el carro de la compra, y que tratan de resolver lo obligatorio a primera hora. Alrededor de las puertas se instala un espontáneo que ofrece su mercancía a voces –a veces ajos, a veces un calendario–, y desde hace pocas semanas ha vuelto una mujer con pañuelo y un abrigón recosido, sentada sobre un cajón de madera. «Feliz navidad señora», musita, y «que Dios le bendiga», si le dejas una barra de pan o una malla de mandarinas. Un poco más allá, en un vértice de sol, mira a todos y a nadie el mendigo del barrio, el mendigo oficial, con su parca tiesa y su gorro bien calado, el único vecino al que ves leyendo en un banco, algún periódico que pilla en el contenedor. De vez en cuando abandona su esquina, y hace cola en el super, como uno más, a por su litro de cerveza, que paga con monedillas. Otras, emerge su cabeza entre los setos del jardín, donde guarda sus cuatro bártulos.

A las once salen mujeres del centro cívico, cargadas con sus esterillas de pilates y algunos grupos toman un café en las mesitas. A veces se suma un grupillo uniformado de trabajadores del centro comercial, o tres o cuatro del banco, con corbatas a juego. Cuando dejan el mostrador, corren a por el pincho de tortilla, o a por paracetamol a la farmacia, o se fuman un pitillo, y de nuevo son seres humanos, como el resto. Un poco más tarde, toman el relevo los grupos de vermú y pincho; los bares de barra, de señores solitarios de vino y televisión, están en retroceso.

El corazón del barrio es un parque que cuando vine a vivir aquí no existía, era un erial pelado que se llenaba de barro los días de lluvia y de coches cuando había corrida de toros. Sus árboles son el calendario de adviento, que nos dice que atrás quedó el verano y sus moras estalladas en la acera, y nos advierte de que ahora la sabia corre oculta y guarda energías hasta la primavera. Junto a los columpios de los niños han puesto otros para los mayores, que suman más, aunque haya un colegio al lado. A la izquierda, en el muro del campo de futbito pone «fuera racistas de mi barrio», o algo parecido, y no podría ser de otro modo, porque aquí somos ya mayoría los que no nacimos en Valladolid, y muchos de más lejos que yo. Los domingos juega al criquet un grupo de pakistaníes, o eso creo, porque aquí deducimos más que preguntar. La reserva castellana es el sello, y con el tiempo ellos también se aclimatan, y no se extrañan de que nadie pida la vez ni pregunte nada a nadie, salvo a su propio móvil. A ese le hablamos sin parar, y te encuentras a una chica riendo como loca charlando con su hermana, que está en Bogotá, y contándole cada detalle del último desastre de novio que tuvo, o que su hijo no le habla, y entonces llora.

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A las cuatro salen buscando el sol los alojados en residencias, varias en la zona, con ayuda de andadores o sillas, empujadas por cuidadores o por algún familiar. Pasadas las cinco va cayendo la tarde, y van y vienen niños de sus extraescolares. A las seis y media, se enciende la luz de la parroquia, porque empieza el rosario. Mientras las señoras sacan al perrillo, antes de que baje la niebla, aparece una pareja mayor, buscando la cartera, que la mujer no sabe si perdió o le mangaron en el super. Ahí está, en un banco, sin dinero, cuatro perras, pero con la documentación. Hablamos del atraco del otro día en uno de los locutorios del barrio, a un par de manzanas. El tipo roba 140 euros a punta de pistola y se mete a tomar una cerveza en una casa de apuestas que está justo a la vuelta, en la carretera de la Esperanza, que ya debía tenerla. «Si es que ni paciencia para gastarse el dinero tienen ya los ladrones», dice alguno. Casas de apuestas, la farmacia 24 horas y la gasolinera siguen de guardia en el barrio cuando los demás recogemos los bártulos y bajamos la persiana.

En mi barrio el sol se pone hacia Parquesol, y a veces, en los atardeceres rojos, se adivina un perfil de montaña, como si más allá de la plaza de Marcos Fernández se escondiera la Mujer Muerta. Y solo en ese momento me doy cuenta de que no estoy en Segovia, porque el resto del tiempo solo soy una vecina de mi barrio, con la bolsa de la compra camino de casa.

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