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Hace tiempo que no llamaban a la puerta. Hace años, cada dos por tres aparecían dos chicos pelirrojos con camisa blanca y corbata, o dos mujeres de mediana edad, con un fajo de folletos sobre el fin del mundo. Recuerdo una vez que mi madre ... les tuvo a pie quieto en el quicio de la puerta. Quería convencerles de que nuestro Dios era más verdadero que el suyo, pero la cosa terminó en tablas. Cuando vivía en Madrid, los sábados a la puerta del centro comercial te entraba alguna chica, con historias sobre felicidad y meditación. Tu soledad era su cebo. Recuerdo las palabras de una de las seguidoras de Charles Manson: «él fue la primera persona que me dijo que era guapa». Las palabras justas para una adolescente.
El señor que llamó a mi puerta el otro sábado decía otras cosas. La cámara del portero automático enfocaba a un hombre de unos 70 años, un señor correcto y discreto, como el que te puedes encontrar en la cola de la panadería o del cajero automático. «Buenos días, quería hablar con usted. Seguro que se pregunta por qué pasan tantas calamidades en la vida. ¿Quiere saber quién es el culpable del mal en el mundo?», dijo. Pensé que se autocontestaría: «Pedro Sánchez», pero no. El hombre trató de llevar la conversación a terrenos más abstractos hasta que le dije que muchas gracias, pero que para ese tipo de dudas en el barrio teníamos una parroquia a la vuelta de la manzana. Supongo que después seguiría probando en otras puertas.
Sus tácticas de marketing han quedado atrás: difícil es que te abran la puerta cuando ya ni se saludan los propios vecinos. Pero su mercancía apocalíptica sigue de actualidad, basta asomarse a la ventana del móvil. En pocos minutos una hidra te acorrala y te enfrenta a la maldad del mundo, y solo puedes optar entre la desolación o la ira. Un científico cuestionaría con datos lo que te venden como cierto, un filósofo cuestionaría la coherencia de las ideas, pero quién tiene tiempo de razonar. Nuestra calle parece normal, pero en las pantallas el mundo parece barrido por el Big-Bang. Y la gente se agarra a la boya que pilla, sin comprobar primero si hace pie en el agua.
«Detener todo, creo que escucho al presidente. El flautista de la pantalla del televisor, lo va a hacer simple, lo tiene todo planeado, e ilustrado con dibujos animados. No tiene que ver con la izquierda o la derecha. Está hablando del bien y el mal, ¿sabes la diferencia?». Esta canción de Joe Jackson es de 1986, y se refería a Reagan, que ni soñó con tener unos dibujos animados tan sofisticados como el planeta digital del que el gran cowboy dispone hoy. No es nuevo, otros tuvieron sueños imperialistas antes, pero el dominio se desgasta antes que el acuerdo. Antes o después, la propia vida juega en su contra, así lo escribe la historia. Por boca de Dios no podemos pronunciarnos, aunque si alguien presume de tenerlo de su lado –justo para dar una patada a los débiles– es que no ha entendido una palabra de los Evangelios.
Cuando llegué a Valladolid una compañera de piso me dijo que tuviera cuidado con el Campo Grande, que había mucho exhibicionista. Después de treinta años, todavía no me he cruzado con ninguno, pero cuando camino al lado de la verja que lo circunda vigilo por si emerge un individuo con gabardina. En nombre del miedo podríamos cortar todos los árboles, eliminar sus sombras y cubrir todo de cemento, aunque para ello tuviéramos que expulsar a los niños del barco pirata, a los mayores de los bancos, a los paseantes, a las ardillas y a los pavos reales. Entonces los que daríamos mucho miedo seríamos nosotros.
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