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Muchas personas piensan que no hablan bien. Les avergüenza levantar la voz para pedir algo o decir lo que opinan de cualquier asunto, aunque lo ... conozcan profundamente. Hay timidez, pero también la idea de que no saben utilizar las palabras adecuadas. Como si, más allá de su familia y amistades, en el círculo público, se compartiera un idioma que desconocen. Esto es relativamente reciente. Antes, el único discurso que se oía era el sermón del domingo. Los que hablaban bien eran los que, a la luz del fuego, sabían contar mejores historias. Ahora hasta los alumnos de instituto tienen una especie de olimpiada para dirimir quién defiende mejor una postura: el que mejor habla, vence, ese es el mensaje. Las abuelas decían aquello de «qué pico de oro tiene» o «habla mejor que un ministro». Eso no significaba que hubieran entendido los argumentos, solo que, lo que fuera que decía, lo decía bien, con ritmo, respirando a su tiempo, con entonación. Hoy, los que más hablan, o al menos a los que más oímos hablar, es a los cargos públicos. Podríamos pensar que ellos hablan bien: hablan mucho, y la práctica es una ventaja. Y otra cosa tienen en común, que es formar parte, muchos desde hace años, de la propia administración.
Hablar «bien» como un ministro, o como un consejero, o como un alcalde, en buena parte es hablar el lenguaje del boletín oficial. El boletín en teoría es preciso y se escribe con palabras que vienen en el diccionario, aunque en la práctica no es fácil de entender. El preámbulo viene a ser, más que un resumen, una prueba de fe: confía en que tenemos un buen propósito. La ley es la ley, y el político podría ser su profeta, el que nos aclarara todo, pero en general se conforma con repetir el preámbulo. Concretar demasiado da problemas, y es mejor ceñirse a lo conocido, a esa repetición de palabras correctas y con escaso contenido, que suenan siempre igual y que amodorran y alejan cada vez más a los ciudadanos de una escucha verdadera.
Leo que la Junta organiza cursos de formación sobre «lenguaje claro y sencillo» a los empleados públicos, para que les entiendan los ciudadanos. Si no entendemos a los funcionarios puede ser porque no se explican bien, porque directamente «prefieren no hacerlo», como Bartleby, o porque parte de su labor es transmitir lo que viene en los boletines, que tienen lo suyo. Y eso que no hemos entrado de lleno en la selva de la inteligencia artificial –o quizás sí– que nos preparará en pocos minutos unos extensos y obtusos preámbulos para justificar cualquier norma.
Me pregunto si realmente la burocracia ha querido ser entendida, porque ese componente críptico les ha ahorrado muchos problemas. Los propios responsables de las administraciones no han estado muy interesados en que se conocieran las razones de las normas, porque les ha sido más ventajoso pasar de puntillas y endosar cualquier molestia a la incompetencia de otros, fueran de la Junta, Madrid o Bruselas. Que la responsabilidad no es de nadie, o en todo caso de la propia maquinaria de la burocracia, puede parecer un bálsamo para la continuidad de la propia administración; pero es muy peligroso cuando fuera hay señores que prometen arreglar todo con un puñetazo sobre la mesa. Si el discurso populista suena fuerte es también porque el discurso oficial lleva mucho tiempo adormecido y desconectado de la vida de la mayoría de la gente.
Visto que hablando «bien» no nos estamos entendiendo, puede que sea el momento de que todos, incluidos los funcionarios y especialmente los políticos, empecemos a hablar peor. No digo que gruñan como cromañones tabernarios, sino que hablen para ser entendidos, claro y sencillo. Ahí, ya ves, puede ayudar la inteligencia artificial, para que elimine del discurso público gerundios, impersonales y demás construcciones de boletín, y borre palabrejas tales como «prioridades», «implementar», «ecosistemas» y «sinergias». Con diez minutos máximo nos entendemos. Y de cierre algo así como «haremos todo lo posible». No importa no saber hablar, lo imperdonable es no decir nada.
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