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Leí que a Natalia Ginzburg su madre la llamaba «mi Señora» porque era una total incompetente doméstica. Hija pequeña de una peculiar familia numerosa, apenas escolarizada, hasta su juventud no supo atarse los cordones ni se hizo su propia cama. Luego, por múltiples razones –la ... guerra, la pobreza, quedarse viuda con varios hijos a su cargo–, es seguro que hizo miles. Por encima de la tarea en sí, las manos de las madres hacen camas como quien impone la bendición para alejar las pesadillas de los hijos.
Más allá del amor, no conviene dejar que otro te haga la cama, tanto en sentido metafórico como doméstico. La cama recoge tus pedazos tras el desgaste del día, y también te arroja al mundo cada mañana, con la valentía que te falta. Abrir la ventana para calibrar la temperatura del aire, separar la ropa que te ha cubierto, alisar cada pieza, ahuecar las almohadas y volver a cubrir capa a capa el lugar que ocupa tu cuerpo cuando se olvida de sí mismo son los pasos que te devuelven con suavidad al mundo. Ahí te esperará hasta que llegue la noche, por muy larga y cansada que sea la jornada.
Hoy son pocas las ventanas que muestran mantas y sábanas como si fueran banderas, en ese ritual de ventilación intensa que era común para las amas de casa de antes. Les hubiera horrorizado que nos conformáramos con arrebujarnos solo bajo un edredón, como un bandolero con la manta. La madre te enseñaba a diferenciar la sábana bajera de la encimera y, muy importante, a poner el lado bonito, el del festón, hacia dentro. Ahí radicaba y radica el misterio: en la cama el único punto de vista que importa es el del ser cansado que se queda solo y callado, con sus pensamientos, hasta que llega el sueño. A nadie le importa que luzca la sábana bonita por fuera, porque el mundo de la cama está dentro.
Independizarse, aunque sea para compartir piso, es comprar tu primer juego de sábanas, que suele ser cualquiera, y no debería, porque las sábanas duran muchísimo, y aguantan parejas, divorcios, traslados. Las más viejas y gastadas son las mejores. En la Sección Femenina aprendían a bordar «el equipo», los juegos de sábanas y ropa de casa que llevarían al matrimonio, y a veces hasta un juego de cuna. Y en esas telas quedaban trabadas muchas esperanzas que luego cambiaban, o directamente se esfumaban, aunque hubiera que seguir planchando sin ganas los embozos bordados.
Cuando se hace la cama es un buen momento para cantar, o para rezar, si es que construir el lecho no es una plegaria en sí misma. No es raro que se diga hacer la cama, aunque ya no haya que apilar paja para dormir en blando, ni varar la lana del colchón: construir un lugar donde dormir es una obra seria. Cada mañana hacemos una nueva cama, como nos recomponemos a nosotros mismos, supervisando que durante la noche no hemos perdido ningún hueso.
La cama es el abrazo de madre que te espera después de la lucha diaria, así que no es buena idea dejar el catre manga por hombro, porque así te recibirá cuando regreses con las pilas bajo mínimos. No hay casa fea ni habitación miserable si tiene una cama bien hecha, así lo pintó Van Gogh y así es en Castilla. Aunque no hay una única forma de hacer bien la cama, eso lo aprendes cuando compartes piso y cada compañera coloca el embozo de una manera. Será importante la cama que incluso cuando no puedes hacerla, encamado en el hospital, hay una mano eficiente que la coloca y estira, para que el día empiece con cierto orden, incluso en los momentos más complicados.
Cuando la mirada no nota que la cama permanece deshecha algo no va bien. Algunas mañanas pasa. El mundo es un desastre, pero lo de la cama tiene mejor arreglo. Una sábana, la otra, y la manta en el punto justo, donde cubre los pies y roza barbilla.
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