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Supongo que la literatura, desde los tiempos remotos de la Grecia clásica, parte de un fundamento esencial: alimentar la nostalgia. Desde la nostalgia de las aventuras encarnadas por el Ulises de Homero hasta las peripecias y regresos que imagina Kavafis en su poema 'Ítaca' para ... quien transita el periplo de la vida, es decir, para el común de los hombres. Pero en nuestra era de consumismo compulsivo, supongo que además de un motor, la nostalgia es una industria. Si en 'Crónica sentimental de España' –el libro con el que Vázquez Montalbán abrió de par en par las ventanas a una nueva manera de mirar la intrahistoria cotidiana–, el deseo más extendido inicialmente era sobrevivir y olvidarse de la guerra civil, poco después, a aquellos españoles que sorteaban el hambre y soñaban con las historias de la música y el cine en tecnicolor, podría haberles servido de «epitafio sonoro» una canción que alcanzó gran éxito a final de los años sesenta: «Qué tiempo tan feliz / que nunca ha de volver / y la canción alegre del ayer. / Por nuestra juventud / en que llenos de inquietud / tuvimos fe y deseos de vencer». El epílogo de una época.
La Cadena SER publicaba en su web el martes un reportaje donde rescata del baúl de los recuerdos objetos tan unidos a la nostalgia de millones de españoles como la mesa camilla con brasero; las latas de galletas reconvertidas en costureros llenos de bobinas de hilo, agujas y dedal; las vajillas color ámbar de Duralex; los portallaves con termómetro en el recibidor; los rollos de papel higiénico marca El Elefante; las mesas de formica, los sillones de skay… «¿Quién no recuerda», escribe David Justo, «aquellos pegajosos sofás veraniegos de los que era prácticamente imposible escapar tras una siesta después de comer?». Por mi parte, tengo noticia de algún 'buhonero' moderno que recorrió pueblecitos de Extremadura y aprovechó aquellas vajillas de Duralex para intercambiarlas por viejas (y valiosas) piezas de cerámica igual que si canjeara cuentas de colores por pepitas de oro.
Hablando de nostalgia, imagino que El Rastro, el viejo 'mercadillo' popular del que tanto han escrito Gómez de la Serna y Andrés Trapiello, es una de sus catedrales laicas. Aunque tal vez no sea la nostalgia, precisamente, sino la curiosidad cultural, el interés histórico o el simple afán coleccionista los que inciten al visitante a recorrer puestos y tenderetes. Creo que algunas derivas tan inseparables de la tentación nostálgica como el coleccionismo de discos de vinilo, postales, tebeos, cintas de vídeo, juguetes metálicos, monedas o bastones, por ejemplo, en realidad son inseparables del laberinto de sus calles. Desde Cascorro hasta Ribera de Curtidores. La nostalgia –como el éxito y el fracaso–, también es una gran impostora. Suele conseguir que varíe el color del cristal con que recordamos el ayer. Y siempre dicta la primera y la última palabra.
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