Temed a la bestia que camina, entre la nube, al acecho de su presa. Temed a la niebla. Ese fue el lema elegido por el Real Valladolid en su tránsito por el infierno de la Segunda. Temed a la niebla, temed nuestros colores, temed el ... fuego fatuo de alma violeta. Buen lema. Hace apenas cuatro semanas daban por muerto al Pucela. Venía de lejos. Produce vergüenza recordar ahora los comentarios de tanto infausto profeta que en diciembre pedía ya la cabeza del entrenador y daba la matraca con que no se subiría (algunos, más cenizos todavía, vaticinaban incluso que éramos carne de Segunda B).

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Pues eso, que contra todos ellos, que contra viento y marea, que contra el VAR, que contra decisiones canallas (sanción en diferido a Sergio León), que contra ese puntito de mala suerte que parece cebarse con este equipo, que contra los que deciden que al equipo más goleador y que más pisa el área es al que menos penaltis a favor hay que pitarle, que contra todos ellos, en fin, acabamos el último día bufandeando, caracoleando, gritando y sonriendo con dentífrico blanquivioleta.

Lo hacemos como marca la tradición, con el culito apretado (Leo Harlem dixit), subidos a la pacheneta y cada vez más convencidos de que la única pasión irrenunciable es la del equipo de fútbol de nuestra infancia. Como dijo Cantatore, la verdadera historia del fútbol se escribe en los equipos pequeños. Por eso, este ascenso vale más que cuarenta Champions. Y gracias, por supuesto, a Pacheta por devolvernos lo que Sergio nos robó. Vamos a beber un poco de niebla, les decía D'Artagnan a sus compañeros mosqueteros en Veinte años después. Pues, eso, bebámonos la niebla hasta emborracharnos.

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