![Tarados del oval](https://s3.ppllstatics.com/elnortedecastilla/www/multimedia/201910/09/media/cortadas/mundialrugby-kfGE-U90354204796ygH-624x385@El%20Norte.jpg)
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Han caído muchas hojas de los árboles desde aquel día de Navidad de 1872 en Calcuta, donde veinte ingleses se enfrentaron a un combinado compuesto por otros tantos escoceses, irlandeses y galeses, en un partido donde la pelota no era redonda, era apepinada e ... incontrolable, se podía jugar con la mano y el objetivo del juego consistía en alcanzar la zona de marca contraria para disfrutar de la oportunidad de sumar puntos chutando a unas extrañas porterías que no estaban defendidas por nadie.
Hoy, la Copa del Mundo de rugby está considerada el tercer evento deportivo con más repercusión en el planeta solo por detrás del fútbol y de los Juegos Olímpicos. En cifras, el campeonato tiene un alcance potencial estimado en 4.500 millones de seres humanos –la última final entre Nueva Zelanda y Australia la vieron 120 millones de personas por televisión– y dejará más de 3.700 millones de euros en Japón, el país organizador de esta novena edición. Sin embargo, como talibán del rugby que se considera este que escribe, habría que reconocer que a la competición le sigue faltando un ingrediente sustancial: las sorpresas. La brecha entre los grandes y los que les siguen es demasiado profunda, casi insalvable. De hecho, solo nueve naciones han alcanzado las semifinales en la historia del torneo. Las mismas nueve de siempre.
Cumplidas ya dos semanas de calendario de la fase de grupos, la excepción que confirma la regla ha sido la victoria de los organizadores ante Irlanda, uno de los cocos del panorama rugbístico internacional. Argumentaban los de verde que el exceso de humedad les terminó pasando factura, como si en su tierra estuvieran acostumbrados a jugar en secarrales. También podría considerarse sorpresiva la pronta eliminación de los Pumas tras caer calamitosamente ante el quince de la rosa en un partido de triste recuerdo para los aficionados argentinos y para otros muchos que, ante la ausencia de los leones, hacemos nuestra la selección albiceleste. Se ha señalado como culpable a Lavanini –que dejó a su equipo con uno menos durante todo el partido cuando apenas sí habían roto a sudar–, y, sin embargo, yo no dejo de pensar en la pareja de medios que alineó Mario Ledesma para contrarrestar a tres monstruos de la creación como son Ben Youngs, George Ford y Owen Farrel. Incomprensible. Del resto de los veintiocho partidos disputados hasta la fecha, solo la victoria de Uruguay ante la siempre anárquica Fiji podría considerarse contra pronóstico, mientras que el resto de resultados habrían sido fácilmente adivinables en una quiniela.
Reconocido el handicap, este deporte tiene algo que provoca adición y que convierte en interesante cualquier choque entre las veinte selecciones que participan en este mundial. Siempre ocurren cosas. Muchas. La titánica e invisible disputa de cualquier melé, la plasticidad de un tres cuartos ganando metros en cada zancada, la precisión de los tiros a palos, la coordinación colectiva en un saque lateral, los contactos para ganar la línea de la ventaja, la agresividad de los mauls o la batalla estratégica que se libra desde los banquillos. La entrega, la pasión, la solidaridad, la disciplina y el respeto, valores que se contagian en el espectador, no intervienen en el resultado porque son consustanciales a la práctica de este deporte de tarados.
Por eso los que amamos el rugby estamos de enhorabuena, porque, más allá de que seamos capaces de intuir el final de la trama en cada partido de la fase previa, el disfrute está en ser partícipe de ella.
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