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La historia se repite primero como tragedia, luego como farsa. Y luego como parque de atracciones. Cuestión de esperar. La ficción se nutre de la realidad (por lo común, de la realidad más escandalosa: apocalipsis bélicos, miserias personales de prebostes de la política, la economía ... o la ciencia, catástrofes naturales o industriales…); luego el reciclaje artístico suele dar como resultado un producto plano, banal, que confunde la intensidad dramática con la sucesión de episodios «fuertes» y reduce el análisis hasta la casi nada. Pero como en todo hay excepciones, a la miniserie 'Chernobyl' la han ahogado en alabanzas la crítica de cine, el público que ve y no ve series, y hasta los académicos de lupa puntillosa.
Al punto de que, en un rizo reciclador inesperado, las agencias de viajes han visto una abracadabrante –primero– pero muy pronto bien recibida demanda del personal por visitar la ciudad ucraniana del desastre nuclear. La recreación ya no basta, tampoco el estudio: hay que meter el dedo santotomasiano en el reactor nuclear, sacarse una o varias fotos a la entrada de Auschwitz ('El trabajo os hará libres'), planear las costas de Argentina en avioneta y tirar desde el aire un pelele que semeje el cuerpo del detenido para hacerse una idea «más real» de cómo desaparecían en el océano.
No es el hambre de conocimiento lo que desplaza al viajero a lugares tan lúgubres, ni una inclinación patológica por el morbo; la causa hay que buscarla más bien en el exceso. Cuando se tiene la impresión de haberlo visto todo, oído todo, catado todo, de que la oferta es una fotocopia de una fotocopia de una fotocopia, se aboca en el hastío, y la promesa de una nueva sensación se recibe como maná ansioso. Pero el maná no es sino otra fotocopia, y el subidón de la sensación dura lo que sacarse la foto y regresar al hotel, y vaya, 500 veces más material radiactivo liberado que la bomba en Hiroshima, es para no creerlo, ¿bajamos al lobby?
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