No sé sus nombres. Sólo que estuvieron casados 73 años. Hasta que ella falleció y entonces los conocí. Yo y medio mundo, porque su nieta colgó en redes sociales un vídeo con el último beso de sus abuelos tras toda una vida juntos. Rápidamente miles ... de personas lo compartieron y se emocionaron con un momento que, quizás, sólo quizás, debería haber quedado entre esas dos personas como tantos otros que, seguro, compartieron en tantos años.

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Vivimos en un constante escaparatismo emocional. Uno no siente si no publicita. El dolor por la muerte de un ser querido, la ilusión de un nuevo romance, la serenidad de un amor consolidado, incluso el sexo del próximo hijo… Todo es público. Y cuanta más intimidad se muestre, más seguidores. Es como si unos necesitasen permanente que alguien validase sus sentimientos y otros, simplemente vivir a través de los demás. Reafirmar la propia existencia con el favor de los mirones.

Cuesta resistirse a este exhibicionismo emocional porque es como si uno no existiese. No se trata de hacer, sino de decir que se hace, aunque tampoco se haga tanto. De mostrar todo en todo momento para llorar, amar, reír o penar como el que más. Y si lo propio no tiene valor o carece de interés, se usa lo de los demás, aunque ni siquiera sean conscientes de lo que supone ser expuesto al juicio público.

Tiene que ser agotador vivir en clave de exposición y representar siempre un papel, como si uno fuese actor en su propia vida. Quizás es el cinismo que me impide creer en unas vidas tan idílicas y unos sentimientos tan puros. Pero la verdad es que sigo prefiriendo sentirlo todo hacia dentro y mirar con ojos de voyeur descreída que sabe que, en las redes, todo es puro teatro.

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