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Después de casi tres años estancada, la Ley ELA entró en vigor, tras su aprobación en Cortes Generales, hace cuatro meses. Por fin se ... garantizan la ayuda continuada, la protección de los cuidadores y la agilización de los trámites administrativos. Normal que otra vez en el Congreso se felicitaran por su unidad en la lucha por los derechos de los más débiles con gran algarabía. Qué haríamos sin su empatía. «Unanimidad», proclamaban alegres mientras repartían unos y otros palmadas a derecha e izquierda. Otra vez.
Los cuidados que requiere un enfermo de ELA en los estados más avanzados pueden superar los 100.000 euros al año. No sé si, con el dato, se entiende mejor la desesperación de los pacientes ante la carga emocional, física y económica que su enfermedad supondrá a su entorno. Y comencemos a llamar a las cosas por su nombre, quizás por eso mismo, también, se comprendan con más nitidez las prisas por implantar la eutanasia de quienes argumentan que la muerte debe ser digna, pero olvidan que para eso primero hay que gozar de una vida de calidad.
Cuatro meses sin desarrollo ni financiación. Ni un solo euro se ha destinado, en estos cuatro meses, a paliar el sufrimiento de quienes contemplan con desesperación cómo su cuerpo se deteriora y sus economías se asfixian. Porque, mientras el monstruo los devora, su preocupación no debería ser el dinero, ni el papeleo, ni la respuesta tardía de la administración de turno. Estado del Bienestar, menos cuando se necesita, o no para todos.
Hoy tres enfermos de ELA habrán fallecido sabiendo que los tres que lo hagan mañana tampoco verán satisfecha su demanda de una vida digna, porque para ellos no hay prisa. Para ellos sigue sin haber prisa. Qué vergüenza.
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