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Las personas normales –si se me permite esta calificación para quienes no nos movemos en los vericuetos de la maldad– no comprendemos que hay quien simplemente es malo. Ni enfermo, ni infancia difícil. Son personas sencilla y llanamente malas que no saben de remordimientos tras infligir dolor ... . Ante la incomprensión, el mayor de los desamparos se cierne sobre quienes se enfrentan a alguien execrable, pernicioso y despreciable como el asesino de Paloma e India.
Está previsto que hoy el jurado, que ha tenido que ver y escuchar la brutalidad del crimen, reciba el objeto de veredicto y pueda así proclamar sobre su culpabilidad confesa. Mientras, los familiares de India y Paloma seguirán padeciendo la doble condena a la que el inefable decidió sentenciarles aquel 23 de enero de 2023. La pérdida inexplicable e irreparable de sus seres más queridos es la primera; la segunda, la inocencia arrancada a quienes nunca habían mirado al mal de frente.
Es imposible, ante la complicidad entre Patricia y María, hermanas de Paloma, la dulzura de Carmen, abuela y madre, o el cariño entre ambas familias, no sentir fuerte la ausencia de India y su madre, sin haberlas conocido. Y perdóneme, pero el suyo es un dolor tan real y las suyas, unas familias tan parecidas a la de cualquiera, que no puedo evitar imaginarme a mí misma aporreando el furgón policial que traslada a quien les arrancó su cotidianidad o abalanzándome sobre él en pleno juicio.
La venganza no reconforta y la violencia nunca es la solución. El buenismo suele hacerse trizas con la primera puñalada. Y estas familias, que podrían ser la mía, han recibido demasiadas. La muerte no es el final canta un himno militar. Eso es lo malo, que a veces solo es el principio.
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