La niña sin pueblo

Más de 130.000 vallisoletanos, que sí tienen, han regresado para vivir el suyo. La provincia se convierte en una especie de torre de Babel con la llegada, desde los puntos más lejanos, de vecinos que despiertan calles, hasta ahora, aletargadas y sumidas en el silencio. Se recuperan las voces y las risas de los niños, el chirrido del columpio oxidado y las sillas en la puerta a la hora de la fresca. Los pueblos viven todo el año, pero estos días un poco más plenamente y por eso deben afanarse la administración en la gestión de servicios y los sacerdotes en la del alma con la llegada de feligreses desplazados.

La cuestión es que no es fácil sentir que tu vida es distinta a la de los demás; que no disfrutas de lo que aparentemente goza la mayoría. Quizás por eso tengan aún más valor los miles de jóvenes que están mostrando al mundo su fe desde la JMJ de Lisboa. Es casi un acto de rebeldía en unos tiempos en los que, más que la laicidad, parece imponerse el anticristianismo. Se atreven a proclamar en voz alta y clara que son el futuro de la Iglesia sin importarles lo que impongan las corrientes sociales. Labor de la actual es que no pierdan esa fuerza. Puede que todo al final sea cuestión de pertenencia, de sentirse parte de algo. Grande o pequeño.