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Dos amigos comentan, junto al Puente Mayor, que no puede ser que medio kilo de fresas cueste alrededor de cuatro euros en el supermercado, cuando el agricultor recibe apenas unos céntimos por ellas. Hablan mientras ven pasar una columna de tractores por la avenida de Salamanca de Valladolid. ... Por detrás, pasa una mujer que va caminando y se para, casi en cada esquina, para aplaudir a los manifestantes. En un cruce, coincide con un hombre que se ha bajado del coche y protesta porque no llega a recoger a su hija del colegio. Detrás, un repartidor espera paciente a que se descongestione la vía y la policía le indique que puede continuar porque, argumenta, los agricultores sólo piden lo que les corresponde. Y, al lado, un grupo critica que las protestas no hayan sido notificadas previamente.
Un día más, el campo invade la ciudad y la colapsa. Un día más, lo hace entre la comprensión y el descontento, porque, ya se sabe, y ellos mejor que nadie, que nunca llueve a gusto de todos. Ya no hay protestas sin peros que (pre)posicionen a favor o en contra. No importa el qué, sino el quién y el lado en el que estén quienes alzan la voz. O en el que se les quiera poner.
Mientras las bocinas de los tractores anulan los ruidos de la ciudad, los murmullos a favor y en contra se pierden en la España de las dos mitades. Y ajenas a todo, unas mujeres comentan, ante unas tazas ya vacías, la canción que nos representará en Eurovisión. Esa que para una es necesaria porque habla de féminas empoderadas, para otra no tiene nivel y para una tercera debería ser menos reivindicativa porque allí se va a cantar, que para protestar, ya están las calles. Las nuestras y las de toda Europa. Menudo festival.
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