No creo que haya sobrevivido a la degradación de los tiempos la pelota de gimnasia rítmica que me compraron para una exhibición de fin de curso. Se compró para ese día porque en mi vida me ha dado por ese deporte. La cosa es que ... preparamos una coreografía y ahí estábamos un montón de niñas bailando con moños tirantes y, en mi caso al menos, angustiadas por si la pelota cobraba vida propia. Fue un sábado, porque antes las fiestas escolares o cualquier actividad a la que los progenitores estuviesen invitados se celebraban ese día. Los míos no faltaron nunca.
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Quienes hoy son padres hacen malabarismos para poder acudir, en horario lectivo, a graduaciones infantiles, fiestas de la primavera o exhibiciones de rugby subacuático. Los que pueden, claro, porque no en todos los trabajos permiten ausentarse unas horas o disfrutar de días sueltos para cosas personales. Ahora todo se hace en días laborables sin importar que haya niños que no tengan ante quien sujetar la pelota con fuerza y sonrían con tristeza ante la efusividad de la mamá de otro. Se genera desigualdad y no sólo en eso.
El otro día en Cáritas me decían que la jornada continua penaliza a quienes tienen menos recursos. A los niños hay que tenerlos ocupados desde que salen a las dos con una actividad extraescolar tras otra hasta que alguien pueda recogerlos o simplemente porque sí. Hay críos con más agenda que un presidente, un vicepresidente y todos sus consejeros juntos en precampaña electoral y esos son los «afortunados». Las clases de sevillanas, de macramé o de pintura con los dedos cuestan un dinero que no todas las familias pueden pagar. Y a pesar de la sobrecarga de actividades que tienen incluso hasta para ser simples niños, esas diferencias las notan.
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