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No vale cualquiera. Hay que reconocer que se debe contar con una capacidad camaleónica especial que permita adaptarse a la situación más provechosa en cada momento. En una de sus citas más célebres, Abraham Lincoln aseguraba que no se puede engañar a todo el mundo ... todo el tiempo. Puede que en general sea así, salvo con ellos: los aduladores, expertos en caer siempre de pie, incluso cuando su huésped es abatido sin reanimación posible. Aún en esas circunstancias, el parásito sobrevive y, por lo general, busca otro hospedador.
Son esos que, sin cambiar el gesto ni sonrojarse mínimamente, aplauden con fervor en una asamblea general extraordinaria y al día siguiente piden la cabeza del orador. Los que callaron cuando debieron hablar, pero luego son los primeros en alzar la voz y señalar, si presienten que la caída es inminente. Su carcajada será la última en escuchar el sensible a la adulación antes de que todo acabe. Los unos no existirían sin los otros, porque ambos se retroalimentan y sostienen.
«Hombre fácil a la adulación es hombre indefenso», según el poeta italiano Arturo Graf. Posiblemente porque le lleva a vivir en una realidad paralela que le hace sentirse intocable y capaz de besar… el cielo. Hasta que llega la implacable presión social y su vigoroso poder de convicción capaz de destruir los apoyos más firmes y aparentemente leales. Sólo así se activa la conciencia, o la cobardía, del adulador. Entonces se acaban los privilegios, los aplausos y las palmadas en la espalda. Ya nada se entiende como se entendía antes. Es el ocaso por mucho que uno se resista. En ese momento, sólo reconforta el abrazo de una madre y, si se cree, encomendarse al Todopoderoso.
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