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Aunque un mes después de las elecciones el chavismo sigue sin ofrecer una sola prueba de su supuesta victoria, cuestionada por la comunidad internacional ante los apabullantes indicios de fraude, el Tribunal Supremo –un órgano títere controlado por fieles al régimen– ha convalidado como era previsible los resultados oficiales que dan ganador a Nicolás Maduro. Un vano intento de revestirlos de legalidad mientras el régimen mantiene su obstinada negativa a permitir una verificación imparcial de las actas. Las publicadas por la oposición con los votos de un 80% del censo, a las que otorgan credibilidad observadores independientes, conceden un holgado triunfo a su candidato, Edmundo González, contra quien los mismos jueces que han avalado un proceso repleto de sospechas han decidido actuar por presunto desacato en un claro indicio de la voluntad del chavismo de apretar las tuercas de la represión. Una sucesión de acontecimientos que confirma la deriva autocrática de Maduro, reconocida incluso por los líderes latinoamericanos más afines a él, y su nula voluntad de explorar una salida negociada que evite un estallido social y respete la voluntad expresada por los venezolanos en las urnas.
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