Lo primero que quisiera contarles es que no soy un escritor profesional, pues un escritor calificado como tal es una persona que escribe mucho, lee mucho y al cabo del tiempo adquiere un oficio. Y yo estoy muy lejos de todo ello, soy más bien un escritor por obligación. A esto es a lo que me voy a referir a continuación desde lo más íntimo de mí, porque estoy convencido de la gran ventaja que adquiere el ser humano cuando abre su alma y cuenta sus propios sentimientos.

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Nunca me hubiera imaginado, antes de ponerme a escribir mi primer libro, que iba a dedicar una parte importante de mi vida a la escritura, si no fuera por las circunstancias por las que atravesé. Sólo les voy a contar que estuve en una cárcel de estos tiempos, en un lejano destierro laboral durante cuatro años en donde no tenía nada que hacer y el sufrimiento me mortificaba.

Ante esta situación tan desoladora, empecé a recordar a personajes ilustres que habían pasado por el mismo trance, y me vinieron a la mente cuatro grandes figuras de la literatura que atravesaron unas mismas circunstancias: San Juan de la Cruz, Fray Luis de León, Jovellanos y Sholchenizin. Todos habían sido hechos prisioneros y tenían en común tres cosas: su capacidad para sufrir, su fe y su alta disposición para la literatura.

Con respecto al sufrimiento, había leído algunas cosas, entre ellas una de San Juan de la Cruz, quien hacía la siguiente reflexión: «No es extraño que ame yo mucho el sufrimiento. Dios me dio una idea de su gran valor cuando estuve preso» (Convento de Toledo 1577). Fue allí donde aquel fraile humillado compuso su hermosísimo Cántico Espiritual, que parece más una obra divina que humana. Tuvo que componerla mentalmente y aprender de memoria las treinta y una primeras estrofas, pues sus guardianes ni siquiera le facilitaron papel y pluma.

Siglos después, el poeta Rayner María Rilke decía que necesitaba el sufrimiento para crear. Cuando su mujer le aconsejó un tratamiento para su penosa enfermedad, se negó porque, según él, si se deshiciera de sus sufrimientos perdería su capacidad creadora.

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Las humillaciones, por más duras y crueles que sean, nunca llegan a matar nuestro espíritu. Con las humillaciones el espíritu se hace más fuerte, más limpio y más intrépido dispuesto a brindar los mejores frutos. Además, en el fracaso es donde conoce el autor la verdadera relación con su obra. Y quién mejor que Oscar Wilde para confirmar esto, quien al final de sus días proclamó: «Ahora que estoy sentado aquí y miro hacia atrás, me doy cuenta de que he vivido la vida completa que necesita el artista: He tenido un gran éxito, he tenido un gran fracaso. He aprendido el gran valor de ambas cosas. Ya sé que el fracaso significa más, siempre debe significar más que el éxito. ¿Por qué he de quejarme entonces?»

Para agravarlo aún más, los cuatro escritores que había tomado como modelo a seguir compartían conmigo una característica común, ya estuvieran en el destierro o en la propia cárcel: el castigo lo habíamos recibido de los nuestros. Y eso lo hacía más incomprensible, más doloroso y más irracional.

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Ese sufrimiento les hizo escribir a ellos grandes obras y a mí me alumbró para darme luz a unos folios en blanco. ¡Claro que tenía ideas en la cabeza! Pero había que traducirlas y plasmarlas en palabras, y eso se convirtió en una ardua tarea. Y no digamos nada de mi falta de oficio. Carecía absolutamente de él. Pensé en Aristóteles, quien aseguraba que la virtud proviene del hábito y, siendo así, el oficio de escritor lo podía adquirir a base de voluntad. Menos mal que cayó en mi poder en el momento propicio un comentario de mi admirado Juan Rulfo que decía: «El escritor no debe desvelarse por tener un oficio. El oficio es para los carpinteros. Si el escritor lo adquiere ganará en artesanía lo que pierda en autenticidad».

Estoy convencido de que de un veraneo placentero y eterno jamás me hubiera brotado la semilla de escritor. El entorno de soledad y desamparo me ayudaron a encontrar el camino de la escritura, que para mí era un mundo desconocido. Qué apropiado me resultó leer en aquellos días, en este mismo periódico, unas palabras de nuestro compañero y amigo, Fernando Colina, que me hizo comprender el momento por el que estaba atravesando. Decía así: «La escritura tiene muchas propiedades que ayudan al que sufre a no naufragar y salvar sus angustias. Mientras se escribe la existencia se vuelve más comprensible y racional».

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Escribiendo encontré el equilibrio. Pero esto es fácil relatarlo cuando todo ha pasado, porque a menudo sucede que la sociedad suele interpretar mal los conflictos, y considera indigno al que sufre la humillación, pero no repara en que la indignidad reside en quien la ordenó de forma injusta, como también era el caso de mis admirados escritores.

Y para cerrar este artículo, me gustaría acudir a Benedicto XVI, filósofo y papa, quien se refirió al valor del sufrimiento en su encíclica «Deus caritas est» con un pensamiento muy profundo»: «El sufrimiento es la vía de la transformación, y sin sufrimiento no se transforma nada».

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