España es hoy un país desolado por su afectación en la segunda e imparable ola del maldito coronavirus. Hay multitud de negocios cerrados, enfermos que esperan atención médica, desempleados que batallan por una solución urgente del SEPE, listas de espera interminables para hacerse una ... PCR, colas para recibir una bolsa de comida..., un panorama desolador que nos refleja la imagen del desastre en el que ya estamos inmersos. Los hospitales se preparan para lo peor y el segundo estado de alarma, con el horizonte puesto en mayo, nos indica que nuestra vida ha cambiado radicalmente, no se sabe si para los próximos seis meses o para mucho más tiempo.
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La peor semana que han vivido los centros sanitarios equipara los ingresos en UCI con los que había en primavera. Todo recuerda a marzo y los datos nos sitúan en un panorama similar al del comienzo de la pandemia, aunque las medidas de confinamiento sean ahora menos estrictas. Se trata, por todos los medios, de no acabar de hundir la economía. Muchos trabajadores no han podido reincorporarse aún a sus puestos y el fantasma de los despidos masivos se cierne como una posibilidad negra y trágica una vez que acabe el paraguas temporal de los ERTE. El país es un ecosistema en el que se cruzan llamadas a quedarse en casa, hospitales que aplazan intervenciones quirúrgicas programadas, cierres de aulas educativas y confinamientos selectivos en muchas ciudades.
Nos aguarda una Navidad triste y en soledad si los casos de contagios y fallecimientos no mejoran. Los especialistas temen que el sistema se vuelva a colapsar en algún momento, ante la evidencia de que las cifras están descontroladas a todos los niveles, y constatan la delicada situación de los centros de atención primaria mientras advierten también de una más que posible avalancha hospitalaria. Todo se fía a disponer de un tratamiento verdaderamente efectivo o de una vacuna que aún tardará mucho tiempo en llegar a toda la población. Los ciudadanos están quemados, hartos y temerosos ante el desconcierto ambiental. Nadie es capaz de determinar qué va a pasar dentro de tres meses. La incertidumbre nos domina y acecha peligrosamente a residencias de ancianos y hogares. Esto es lo que, a día de hoy, nos deja este malhadado 2020 que, si nadie lo remedia, despediremos en soledad, sin celebraciones multitudinarias ni fiestas de ningún tipo.
En matemáticas nos enseñaron los sucesos estocásticos, un concepto propio de la teoría de la probabilidad consistente en un conjunto de variables aleatorias que resultan imposibles de predecir porque se mueven al azar. En concreto, hablamos de sucesos estocásticos no estacionarios, lo que aplicado a la pandemia se traduce en que hay personas que son asintomáticas, otras que requieren un tratamiento domiciliario de carácter leve, algunas que necesitan atención hospitalaria y, finalmente, otros casos que los que se produce un fatal desenlace. Entonces, cuando lo estudiábamos, nunca suponíamos que esa figura matemática iba a estar tan absolutamente presente en nuestras vidas. Una especie de lotería que reparte los efectos de la enfermedad o la suerte de no contagiarse.
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La transmisión está descontrolada y las medidas profilácticas, mascarillas incluidas, no parecen funcionar como se esperaba. Solo cabe seguir atendiéndolas y extremar el autocuidado. La responsabilidad individual es la clave en esta circunstancia que amenaza nuestra salud y arrasa con la economía. A pesar de ello, no es momento para la desesperanza. Eso es lo único que no nos podemos permitir en un tiempo en el que nuestra vida parece haber dejado de ser real.
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