Sin bares en la Meseta uno sueña porquerías. Con la quetiapina los sueños son vívidos, que diría un cursi. El sueño nos revela el lado oscuro y resulta que soñé con Puigdemont, así, en cuerpo presente. Sé que es por culpa de los bares cerrados, ... pero en mi sueño iba con la niña de mis amores a un Waterloo hispano al lado de una iglesia barroquilla. Le/lo llamaba con retranca 'president' y Carles me hacía la butifarra; lo peor es que ese Puigdemont hablaba con acento murciano, como el día en que perdí las gafas en el Pisuerga y salí de las aguas como una Esther Williams de Totana, que creo que escribió Peláez en esta casa.

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Ocurre que el sueño me subyuga, y eso que intento conciliar releyendo al Delibes de 'La sombra del ciprés es alargada' y aunque se reflexione sobre la muerte me siento bien, porque me veo recordando aquel trabajo en la Licenciatura que me sirvió de nada. Pero la cabra tira al monte y, antes de sacar el orinal, suelo pasearme por las redes y acabo viendo el temita catalán, quizá porque no quiero saber más del bicho y porque los bares, reitero, andan cerrados.

Quizá soñar con Puigdemont sea el mayor triunfo de las embajadas catalufas, y el delincuente ilerdense se me ha agarrado entre la glándula pineal y las partes más nobles. Uno, que ha cursado a distancia algo de Psicología, no entiende por qué Puigdemont aparece en la fase más cachonda del sueño, cuando la musa y el prófugo se me juntan en 'el relato' de mis meninges.

La semana que viene votan en Cataluña, Alejandro Fernández está fuerte y le pregunté a mi perro por el sueño húmedo y si me babeó a maldad el miércoles por la noche. Ladró «nones».

Debo dormir más y soñar menos.

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