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No me pierdo en las siglas, que tampoco son tan complicadas, pensaba yo, Lesbianas, Gais, Transexuales, Bisexuales. Mis cortocircuitos mentales empiezan con el 'IQ+' y con una retahíla de conceptos que se anclan en las preferencias sexuales, intersexual, pansexual y etcétera, y derivan en otras ... como el género no binario, el género fluido y otro etcétera. Mi hija mayor, activista de todo lo que se puede ser, que para eso es adolescente, trataba de explicarme cada matiz sin conseguir que mi mente de carroza se amoldara a tanta diversidad más allá de las mencionadas «LGTB». Y dado mi obtusismo, se enfadó.
Eh, pero qué enfado, oiga. Tremendo.
Así que tuve que intentar razonar con ella «en plan», aunque también sea una expresión-actitud de adolescente que me queda a trasmano, que ya estoy hecho un 'segundadosis' de manual. Intenté explicar que, más allá de que su vetusto padre entienda o capte cada matiz de género, sexo o condición, lo que considero relevante es que soy capaz de respetarlos. Todos. Ojo, que no digo «tolerarlos», en plan paternalista perdonavidas, ni sentir indiferencia. Respetar.
Las palabras importan, claro.
Esta conversación fue antes del Día del Orgullo LGTBIQ+. Antes de ese salón del cómic que se llenó de bolsas de tela arcoíris del Tiger. Antes de que viéramos en casa la serie de Bob Pop, 'Maricón perdido'. Antes de que una turba, al grito de «maricón», matara a golpes, durante 150 metros de paseo marítimo, a un chaval.
Antes de que asumiera que quizá tenga razón mi hija. Que tengo que respetar, como hago, cada sigla y cada matiz, pero también debo intentar entenderlo. Porque empatizar, intentar hacerlo, puede ser la única manera de respetar de verdad.
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