Secciones
Servicios
Destacamos
LAnte la fotografía protocolaria del escándalo, me vino a la memoria la imagen del sofá que algún sultán otomano debió gozar hace siglos en la gran Sala del Harem del Palacio Topkaki, la más grande residencia imperial en el mundo que Solimán el Magnífico ordenó ... levantar en Estambul mirando al Bósforo. Aquel mueble enormísimo, el esplendor de la estancia, la sutileza colorista de las alfombras y el brillo fulgurante de los muebles dorados me traspasaron de improviso a la foto de tres hombres y una mujer, reunidos hace una semana en conferencia de alta diplomacia. La escena recobrada era, en resumen, el símbolo de un tiempo pasado lujurioso en placeres y potestades, cuya composición y mensaje visual correspondían a los personajes de una embajada antigua, a pesar de su atuendo moderno y del análogo grado y autoridad de cada uno de los protagonistas. Estambul ha sido siempre el gran museo de una fascinación.
Reina en Turquía desde hace siete años como presidente Recep Tayyip Erdogan, Primer Ministro durante la década anterior, un político culto, soñador y sibilino que ejerce el poder con el manual de una dictadura por él mismo redactado, con el único fin de dar la vuelta a la historia y recomponer el mapa de su reivindicado imperio otomano. Hace quinientos años Solimán el Magnífico, Comisario de Alá y Dueño del Cuello de Todos Hombres, cruzó el Bósforo en una embarcación dorada y fue consagrado Sultán. Lanzó luego a sus ejércitos a la conquista de Europa, hizo temblar a reyes y papas y en 1529 puso sitio a Viena. Para celebrar su victoria, cuentan los cronistas de la época que el Sultán, sentado sobre un trono de oro y ante una pirámide formada con dos mil cabezas humanas, entre ellas las de siete obispos húngaros, repartió el botín entre los jefes de su ejército. La media luna dominó un territorio sólo igualado por las conquistas de Alejandro Magno, desde Oriente Medio y el norte de África –Siria, Líbano, Israel, Palestina, Irak, parte de Arabia, Egipto, Libia, Túnez y Argelia– hasta Europa –Bulgaria, Grecia, Hungría, Rumanía y los Balcanes. El desastre de la Primera Guerra Mundial desmembró ese imperio agonizante que ahora reivindica con su ideario, una diplomacia furtiva y una ambición exorbitante el vidrioso presidente Erdogan.
La diplomacia militarizada del gobierno de Ankara ha suscitado inquietud en la Unión Europea desde hace una década, alimentada por la gestión divergente del gobierno turco en los conflictos bélicos del Oriente Medio. Esa codicia ha sido anestesiada desde Bruselas a golpe de talonario para satisfacer las exigencias de Erdogan, evitando otra oleada hacia Europa de los cinco millones de sirios que huyeron a Turquía empujados por la guerra. Tal cheque europeo era precisamente el asunto principal a tratar en el desgraciado encuentro en Ankara del pasado 8 de abril, un descarado acto de desprecio de Erdogan a la Unión Europea con el pretexto de un protocolo anticuado que esconde la rancia raíz de un machismo arcaico y desaforado. Pero el divorcio viene de lejos y el Primer Ministro italiano Mario Dragui lo señaló con vehemencia: «Ante estos dictadores, llamémoslos lo que son, sin embargo necesarios, uno debe ser franco y expresar la propia divergencia de puntos de vista». El clamoroso silencio de la presidente de la Comisión Europea Ursula von der Leyen contrasta con el mea culpa adobado del presidente del Consejo Europeo Charles Michel: éste fue el punto débil, el traidor de la representación del sofá al faltarle los reflejos y el coraje de corregir el guión turco, montaje de una escena despectiva de una institución, la Unión Europea, que se niega a abrir la puerta a un país donde se sigue practicando el vergonzoso método de aniquilación física de los adversarios políticos, ya no blandiendo el sable sino entregándolos maniatados a los tribunales como delincuentes.
Es tan escasa la sensibilidad de la Unión Europea ante esa práctica dictatorial de Erdogan como lo es la lejana voluntad comunitaria para avanzar en la construcción de una diplomacia europea, adecuada a la fortaleza de la suma de países a los que debería favorecer y representar. Dos días antes de la vergonzosa escena del sofá, Erdogan ordenó el arresto de una decena de almirantes jubilados de la Armada turca por oponerse a la construcción de un nuevo canal paralelo al del Bósforo, proyecto contrario a la legislación internacional ya que prohibiría el tránsito de navíos militares, arbitraje a discreción del gobierno de Ankara. En el debe de Turquía para su anhelado ingreso en la Unión Europea figura su política de aniquilamiento de los kurdos, la negación de la igualdad de la mujer, su ambigua estrategia en la guerra de Siria con lealtades variables, su reiterada amenaza de reabrir la compuerta de la emigración siria y sus acuerdos cruzados con Putin y Xi Jinping, que agrandan sus discrepancias con la OTAN.
Desde que Erdogan llegó al poder, Turquía es un débil bastión de Europa, sufragado por la emigración desde Siria, y un caballo de Troya en la maniobra bélica de la OTAN y la pugna entre los grandes bloques militares, situación equívoca que debe mostrar su verdadera cara ahora, cuando Rusia está congregando tropas en la frontera de Ucrania. Como en tiempos de guerra, es necesario ejercer la estrategia de una diplomacia entre bastidores y también el protocolo, fingimiento visible de esa representación, que debe escoger sus propias armas. La fotografía del sofá es, al fin, la imagen de otra derrota de la Unión Europea.
¿Ya eres suscriptor/a? Inicia sesión
Publicidad
Publicidad
Te puede interesar
Publicidad
Publicidad
Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.
Reporta un error en esta noticia
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.