La plaga bíblica del coronavirus -distancia, silencio y disnea- vino con su bíblico pecado, que era el de existir, una culpa original de ser humanos, occidentales, siquiera de estar en este mundo. Todas las faltas se asignaron a las cosas que hacíamos. Moríamos como chinches ... y nos confesábamos: esto nos pasaba por viajar demasiado, por comer demasiado, por existir demasiado, casi por ser demasiados, por contradecir las leyes de la naturaleza y por haber ido demasiado lejos en el desarrollo de nuestra especie. Habíamos ofendido a la Madre Tierra, que es un viejo Dios revisitado que ahora habla y todo. Y la Pachamama, tan bella y tan justa siempre, nos decía que nos había castigado con este Babel en el que nos veíamos por haber osado unir Madrid y Wuhan en vuelo regular. Esto no nos hubiera pasado -nos decíamos- si hubiéramos llevado otra vida, una cosa mucho más natural en la que por ejemplo comiéramos de nuestra huerta y cuidáramos nuestro ganado sin ofender las leyes naturales y anduviéramos por el mundo como nuevos cuáqueros, gentes inocentes que viajaran en carruajes hasta el pueblo de al lado los días de mercado, felices en ese mundo de observar el paso de las estaciones y celebrar el nacimiento de niños sonrosados que nacieran con una esperanza de vida de 38 años.
Publicidad
Pasamos la pandemia persignándonos mucho y escuchando los sermones de Sánchez, que pronto abandonó su papado en favor del hermano Simón. Nos hemos portado mal aquí y allá, decía don Fernando, con ese reflejo de incluirnos a todos en la falta que debíamos purgar, como de colectivizar el pecado como especie, como país y como comunidad, más tarde. En Navidad nos habíamos pasado, en Semana Santa nos habíamos excedido y conformábamos por nuestra irresponsabilidad un conjunto de pecadores castigados por esta manera de vivir y por nuestra mala cabeza, naturalmente.
Se asumía la culpa en la primera persona del plural de los humanos y más tarde los españoles: «Nosotros», los irresponsables. Después se fue concretando. De pronto, apareció Madrid como razón de las cosas. Nos acaecían los peores males y sufríamos las condenas más crueles por culpa de los madrileños, pues Madrid ofendía a los dioses con su ultraliberalidad, su viajar a Asturias a una casa rural, su Primark de la Gran Vía, sus franceses, su meterse mano, su presidenta, su descaro y su Zendal. Los sermones de Simón -jersey para el fresco de la sacristía-, se fueron diluyendo en la campaña en la que los candidatos de la oposición coincidieron en señalar el pecado mayor: ser madrileño. Otras comunidades podían presentar peores números que Madrid, pero se moría en Madrid.
Otras ciudades abrían sus bares, pero la culpa era de Madrid y su ofensa a las deidades pandémicas que enviaban su tormentas al país por su desvergüenza capital y su puterío manifiesto. Venían a sugerir que un triángulo moral perfecto de Sodoma-Gomorra-Chamberí contravenía las más evidentes leyes de la decencia y, según la madre abadesa de la Delegación de Gobierno, se confundía «libertad y libertinaje». Luego, claro, pasa lo que pasa. Así es este rito de desagravio y purificación que emprende la izquierda por el que en los bares habrá que poner dispensadores de gel hidroalcohólico y pilas de agua bendita.
0,99€ primer mes
¿Ya eres suscriptor? Inicia sesión
Te puede interesar
Publicidad
Utilizamos “cookies” propias y de terceros para elaborar información estadística y mostrarle publicidad, contenidos y servicios personalizados a través del análisis de su navegación.
Si continúa navegando acepta su uso. ¿Permites el uso de tus datos privados de navegación en este sitio web?. Más información y cambio de configuración.