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Yo tuve amistad con el lobo de Alar del Rey. O él conmigo. Nos saludamos en la penúltima riada castellana en un BMW blanco y vi unos ojos que ni en mi novia formal ni en mi mejor amigo, al que acabé llamando 'el Lobo' ... por razones que no vienen al caso. El lobo es lo que es, y eso que uno quiere a los lobos como Rodríguez de la Fuente; pero sucede que uno, antes que lobo para el Hombre, es Hombre, y como hombre uno va por autovías y come pollo, que es animal gallináceo de mis peores pesadillas.
Pero es que llegó la revisión de Disney con su fauna parlante y bienqueda, salieron en lo la hija de Ónega las catalanas ponedoras de Lérida y yo entendí en mi cortedad para los asuntos de los humanos que el animalismo –como dice el Tito Apaolaza– va a acabar con nuestro modo de vida y con el Medio Ambiente.
Está bien que a la ciudad lleguen raposas y lobos, pero piensen en un ganadero de Ventanilla y en las noches de nieve y de aullidos. La casa de piedra, la chimenea, y el lobo que le ha perdido el miedo al fuego y al propio Hombre. Es entonces cuando uno empieza a reflexionar sobre la desproporción de las especies, en que ya no queda tanta nieve por el Espigüete, que febrero sabe a abril y que no es justo que vayan a dejar mi tierra, la tuya, el Norte del Duero, a merced de las fieras.
Podríamos haber escrito de la pandemia, de la Loba Capitalina. Pero siempre hay que volver sobre la tontería, que es la materia de la que están hechos los magines de la nueva política. Este año solo falta que el lobo de Alar del Rey me pegue un bocado en la mano buena con la que sueño muletazos. Y lo veo venir.
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