Da medida del paso del tiempo que los Stones ya no viajen en sus giras con un puñado de groupies dispuestas a quitarse en sujetador a la primera oportunidad y que ahora vayan por ahí con un geriatra. A mí que Mick Jagger tenga ochenta ... años no me hace ninguna gracia, menos aún que Charlie Watts se haya muerto. De hecho no sé ni si Jagger tiene ochenta, porque me acabo de negar a buscar su fecha de nacimiento. He defendido públicamente que hay una edad en la que los artistas de la música están mejor empujando empujando el columpio del nieto que arrastrándose por un escenario ante cincuenta mil personas y me he equivocado.
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He sido, técnicamente, ese carajote que indica amablemente que uno ya no está para hacer algo, lo que sea: correr una media maratón, jugar un partido de rugby, entrar al agua con la tabla después de una noche de copas, subirse al caballo o bajar a los infiernos de la Cuesta de Santo Domingo el siete de julio por la mañana con el corazón momificado por el tiempo, el miedo y las ganas de vomitar. Es curiosa la cantidad de gente que receta prudencia a los demás y termina partiéndose el cuello por un resbalón en la bañera, o colgados de una soga en el garaje, aunque no es cuestión de ir respondiendo a quien se preocupa por uno que para vivir así, mejor se pegue un tiro. Si el paso del tiempo enseña algo, es que conviene dejar de decirle a la gente lo que tiene que hacer.
No sé si esta será la última gira de Jagger o si mañana estallará la Tierra. No hay un momento para dejar de hacer las cosas. Belmonte se dijo que el día en que no pudiera subirse a un caballo, se pegaba un tiro y efectivamente, una mañana se saltó la tapa de los sesos en el salón de Gómez Cardeña. Reniego de estos tiempos en general y de la puñetera manía del consejito de pensar que uno ya tiene una edad.
Al cierre de esta columna me voy al Metropolitano con Elena a escuchar a los Stones, que es como escucharse el corazón y entender que sigue latiendo. Vi al grupo la primera vez en 1995 en Gijón con 18 años. A mi abuela Amparo ya le hacíamos la broma de que era la novia de Charlie Watts. Mi Lita creía que la Coca-Cola llevaba cocaína y le había gustado Watts en una foto del periódico pues le parecía un tipo formal. Aquella noche, en la grada se sentó a nuestro lado un ejecutivo con traje y coleta. En un maletín llevaba una bota de vino, un chorizo, papel, tabaco y una piedra de hachís como la Isla de Santa Clara.
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Más tarde volví a ver a los Stones en San Mamés y con los primeros acordes de 'Start me up', recibí una llamada y supe que había aprobado la última asignatura. Después los vi en el Bernabéu siendo padre de una niña y, pasando por debajo de una valla en plan acrobacia de Mick, se me abrió el pantalón por la línea de flotación y anduve toda la noche con los 'Satisfactions' medio al aire. Para el concierto de esta noche he necesitado un ejército de canguros, dos permisos en el trabajo y veremos mañana (hoy periodístico) cómo me levanto . Los Stones tienen una edad y yo tengo otra, qué pasa. Dejen de darnos la turra.
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