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Aunque dudar es el principio de la sabiduría, como enseña Aristóteles, me parece que en la vida se premian antes las actitudes firmes, seguras, que las dubitativas o indecisas. Pronunciarse con convicción es el primer mandamiento de cualquier actividad social, desde la venta en el ... mercado a la declaración del político de turno. Hay expertos en comunicación que lo que recomiendan a sus pupilos es que se muestren convincentes, más allá de la relevancia o la veracidad de lo que digan. Igual que en aquellos mítines de la predemocracia en donde se aplicaba al pie de la letra las indicaciones del asesor: «Hable de cualquier cosa, aunque no le entiendan, pero dígalo con entusiasmo y deprisa».
Esa tendencia se ha exacerbado. ¿Quién no ha visto cómo proliferan en redes sociales e incluso en los informativos de radio y televisión esas peroratas 'cantinflanescas' en las que el 'mensaje significativo' consiste en un rostro conocido (de político profesional, generalmente) interpretando una sucesión acelerada de lugares comunes o mantras partidistas? Si le quita el sonido a la pantalla, cualquier espectador habituado a tales intervenciones no se perdería nada, pues conociendo a qué formación política pertenece, intuiría de inmediato el sentido de su palabras.
Antes de la globalización y de la expansión de la Red, quienes trataban de informarse y acceder a opiniones plurales en los países democráticos, solían hacerlo a través de discursos, libros, artículos, debates… donde el propio formato (el medio es el mensaje, avisó McLuhan) favorece una actitud crítica que no impone ni dogmatiza, sino que deja espacio para las dudas razonables. Ahora, –en plena orgía de los populismos– en vez de mensajes extensos y elaborados, a las audiencias se las regala el oído con la matraca de los argumentarios, las consignas y el ingenio de ja, ja, ja en las redes sociales. En puridad, reclamos propagandísticos, cohetería que chisporrotea y se disipa al instante como pompas de jabón. La espuma de la ola.
Esta semana hemos vivido un caso paradigmático de lo nociva que puede llegar a ser, por ejemplo, la estrategia de quien no duda en equiparar a Puigdemont con los exiliados republicanos durante el franquismo, y encima, cuando se le advierte de lo injusto de su creencia, se niega a rectificar... La demagogia del oportunismo que asoma la cabeza para ganar cuota de visualización. A mí me parece, sin embargo, que cada vez resultan más repudiables esos representantes públicos que sueltan el rollo, al margen de la verdad o de la razón, atendiendo exclusivamente al propio rebaño y al tacticismo mediático; esos a quienes en la calle definen con un sintagma sencillo: les da igual ocho que ochenta. Confío, no obstante, en la vigencia de la conocida advertencia de Abraham Lincoln: «Puedes engañar a todo el mundo algún tiempo. Puedes engañar a algunos todo el tiempo. Pero no puedes engañar a todo el mundo todo el tiempo». Tiempo al tiempo.
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