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Declina el año y son fechas propicias para el recuento y la evocación sentimental. Miro hacia atrás y echo de menos a gente que por diversos motivos no tengo cerca. En casi todos los casos, sin embargo, se trata más de un distanciamiento físico que ... emocional, pues cuando las personas a quienes queremos están en nuestro corazón nunca están lejos verdaderamente. Hace un par de semanas leí la breve necrológica que el historiador y escritor José María Lama dedicó en su blog a una amiga y compañera de estudios con la que habían pasado no hace mucho, junto a otros miembros de promoción universitaria, «una magnífica tarde de risas y chascarrillos». Y añadía Lama: «Después publiqué esta foto y un comentario que terminaba así: «la única realidad es la memoria y la única virtud, la bondad». Pues, eso. ¡Qué pena!».
La frase de José María Lama sobre la realidad, la memoria y la bondad constituye para mí un auténtico hallazgo y una revelación. En el mismo sentido, además, de algunos pensamientos de Joubert, aquel sutil ilustrado que tanto meditó sobre la esencia del hombre: «Los poetas tienen cien veces más sentido común que los filósofos, y buscando la belleza encuentran más verdades que los filósofos buscando la verdad». «¿La verdad? Sí, la verdad que sirve para ser buenos; pero no la verdad que sólo sirve para ser sabio. La caridad vale mil veces más que la verdad».
Nadie ignora que en nuestro tiempo la bondad goza de escaso prestigio social: «es tan bueno que parece tonto», simplifica el dicho popular. Sobre todo cuando se relaciona la bondad con la inteligencia, conceptos que no deben contraponerse porque no son desde luego equivalentes. «Es muy difícil ser lo suficientemente simple para ser bueno», advierte R.W. Emerson. Cabe añadir más lecciones con igual sentido, entre otras, la de Chateaubriand, quien considera la bondad una seña propia de los genios; o la de Beethoven, que aseguró no conocer ningún otro signo de superioridad que la bondad.
En una entrevista periodística le recordaron a Victor Küppers que él sostenía que la inteligencia es un rasgo sobrevalorado. Su respuesta no dejó resquicio alguno a la duda: «Hay un culto excesivo a la inteligencia. A ver, es importante, un tonto motivado es un peligro. Pero la inteligencia sin bondad conduce a un mundo inmoral, falto de ética y perverso, donde solo importan los beneficios». Con esa argumentación me parece que se entiende mucho mejor lo que dicen Joubert, Chateaubriand o José María Lama.
Me enojan aquellos que identifican a una persona bondadosa con el bobalicón, con el simple, con el idiota; pues considero que alguien revestido de esa virtud es justamente lo contrario: en el bondadoso priman la generosidad, la honradez, la capacidad de esfuerzo, el compromiso. El bondadoso no es indiferente y, menos aún, pasota. Ser bondadoso equivale a confiar en los demás. Ahora, tal vez, los únicos imprescindibles.
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