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Ella lo deseaba. Deseaba aquel hijo como ninguna otra cosa. Solo hay una respuesta a la pregunta sobre el sentido de nuestra existencia. Si algo nos hace eternos es la paternidad y la maternidad. Ella deseaba sembrar esa vida junto con él. Un hermano para la niña, uno más en las celebraciones. Un milagro más. Acudieron a la primera revisión y todo fue bien. Era un embarazo de riesgo ya por la edad. Le programaron una ecografía. Los gestos de la especialista y lo prolongado de la exploración empezaron a inquietarla. Al finalizar la doctora les llevó de nuevo a la mesa y les informó. El hijo que esperaban nacería con terribles taras. Una vida probablemente corta y destinada al sufrimiento. Ella no quería perderlo, pero se empezó a hacer muchas preguntas. ¿Tenía ella derecho a imponer una existencia de sufrimiento? ¿Podría sobrellevarlo, podría prestarle la ayuda necesaria? Una terrible angustia partía su corazón. Hablo con él. Sintieron la impotencia, el dolor y la responsabilidad. No hay un manual. Todos tenemos claras nuestras opciones, pero no pidas a la vida que te ponga en su circunstancia. Sabían que la decisión que tomaran los acompañaría toda su existencia. Decidieron. Ella lloró y lloró. Él la abrazó mientras le humedecía el hombro con sus lágrimas.
Esta semana un crío de 31 años, con más soberbia y poder del que es capaz de gestionar, se levantó de su asiento para responder con su chulería habitual a una procuradora de la oposición. No sabe nada de la vida. No ha sido padre. No ha pasado una dificultad. Desde lo alto de su ignorancia le ha contestado «Ustedes trituran a los discapacitados en el vientre de sus madres».
Ella le oyó en el informativo. Bajó la cabeza, cerró los ojos y revivió otra vez ese instante. Quizás esté hoy en su puesto del supermercado intentando llegar a fin de mes. Quizás esté esperando a la niña a la salida del colegio. Quizás su vida ya no sea igual. Quizás nunca se recupere. Ella merecía otro trato. Ellas no merecen este vicepresidente.
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