Soy uno de los pocos españoles que no han ido al fútbol en su vida ni practica algún deporte diferente al de pasear despacito por la ciudad para no machacarse el cuerpo. Por eso no tengo ni bici ni pesas y no recuerdo haber entrado ... en una tienda especializada salvo para comprarme calcetines o alguna prenda contra el biruji invernal, y cuando uno de mis mejores amigos presume de haber recorrido (¡en una tarde!) cuarenta kilómetros con su bicicleta le pregunto si se le ha estropeado el coche.

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Comprenderán que con estos antecedentes me resulte difícil entender cómo hay millones de ciudadanos que llenan campos, canchas, graderíos y otras instalaciones deportivas para aplaudir a sus equipos y dar vidilla a hoteles, bares y restaurantes de las zonas donde se celebran las numerosas competiciones. Sin embargo, ahí están todas esas legiones de aficionados que viajan de un estadio a otro, de una pista a la siguiente, con lo caro y cansado que debe ser moverse tanto.

El fin de semana pasado fui testigo externo del éxito de público en la final del campeonato de pádel celebrado en la Plaza Mayor, que sirvió para convencerme de que el mejor deporte es una buena siesta. Ver gente sentada con un sol de justicia sobre una plancha metálica o un asiento de plexiglás y aplaudir aunque se estén quemando el culo, es un acto heroico para el que no me siento preparado. Si acaso, me apunto al año que viene…

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