Conozco a un magistrado que colgó el hábito para desempeñar un cargo burocrático en el Consejo General del Poder Judicial. Cuando le pregunté por qué se iba a un destino tan aburrido me dijo que estaba harto de ver siempre a los mismos delincuentes « ... contando las mismas patrañas» y negando cualquier evidencia de culpabilidad. Con enorme desgana recordaba que antes de entrar en la sala ya sabía lo que se iba a encontrar y los alegatos de acusados y defensas. Y lo que es peor: que incluso a sabiendas de que el reo que tenía enfrente era un cabronazo con pintas no lo podría mandar al trullo si el fiscal no demostraba, sin género de dudas, que había cometido el delito por el que estaba siendo juzgado.
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Recordé nuestra charla leyendo las informaciones sobre el proceso a ese monchín que disparó en 2019 un arma de guerra para festejar el Año Nuevo en el barrio de Las Viudas. Durante la vista, el acusado juró que el subfusil no era suyo, que no sabía el nombre del dueño, que creía que las balas eran de fogueo y que las costumbres navideñas están para respetarlas. Con argumentos así, compadezco a aquel juez que prefirió rodearse de montañas de tediosos expedientes en vez de pasar la jornada escuchando fantásticos relatos que dan para una novela con posibilidades de ganar el Premio Ateneo. Ahora sé que hay magistrados bastante siesos y con poco sentido del humor, y mi colega es uno de ellos.
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