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A veces hay más daño en la justificación del delito que en el delito mismo. Las excusas postsentencia de los EREs están siendo aún más desconcertantes que el propio hecho delictivo. Estamos aprendiendo hechos asombrosos, por ejemplo que se levantó del control efectivo sobre 680 millones de euros en ayudas -de los que una buena parte terminaron en los bolsillos de los que no debían, en una presunta raya de coca en un reservado y en las ligas de las strippers-, esa decisión política consciente, digo, se hizo por una emergencia económica. El autobús de acusados de la Junta de Andalucía permitieron que se robaran millones por ayudar al pueblo. Dice la versión socialista que dejaron que sus amigos desviaron la manteca por generosidad y cariño con los andaluces, y que esto se les tiene poco en cuenta. Que eran unos buenos tipos, en definitiva. Hay gente que sigue poniendo la mano en el fuego por ellos (van tantas manos quemadas que la política española se parece a las barbacoas del Carranza de Cádiz)
Así va dibujándose poco a poco entre las jaras y la niebla del bosque de Sherwood de Sierra Morena esta nueva figura del que permite que se nos robe por nuestro bien, el recién parido Robin Hood putero, un nuevo personaje del siempre fecundo imaginario andaluz que descuida el dinero público -que no es de nadie, según Carmen Calvo-, y lo libera en benjamines de champán de la barra del Don Angelo. Y la factura tampoco fue tanta. Setecientos millones en diez años entre todo este montón de andaluces que existen en pago fraccionado en 120 meses sin entrada sale a menos de un euro al mes. Nada: la peseta de Lola Flores. Si cada andaluz pusiera un eurito al mes, este lío se había solucionado y el ex director general de empleo podría celebrar un concierto -o algo- con todos los donantes. A los condenados por la pieza política del caso de los EREs -y lo que te rondaré morena- habría que erigirles una estatua, aunque fuera con la mano en el bolsillo como la del Marqués de Salamanca en la plaza de Madrid que lleva su nombre. Todos nos merecemos un busto; el mío que me lo pongan acostao.
Es posible que, en la medida en la que creaba un sistema clientelar filosocialista, este dinero estuviera destinado a perpetuar un modo de hacer las cosas, una concepción de la vida andaluza representada por los cuatro jinetes de la real escuela de arte ecuestre del apocalipsis social: el trinque, el atajo, la paguita y el mangazo camillero. Así podrían entenderse los cientos de millones como subvenciones culturales a esa Andalucía a la que no le parece mal que se robe, siempre que roben los nuestros y que es prima hermana de otros folclores de la malversación, el cohecho y la estafa ibérica, como aquel valenciano de la corbata y la gomina, el madrileño con cuenta en Panamá y el marbellí, que es una subespecie mezcla de todos los demás con PGOU, verdiales y superyate.
Así que se estaba patrocinando esta Andalucía que sepulta a la otra que cree en el talento por sí misma, en el esfuerzo, el trabajo, la decencia y en ir por la vida por derecho, que existe ahí abajo, pisada, insultada y derrotada, digna y libre sin embargo, que hoy me duele más que nunca. De esta nadie se acuerda.
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