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El tiempo pasa como una carrera de cien metros. Nos pasamos media vida preparándonos para hacer una buena salida, pero, cuando te quieres dar cuenta, ya estás a mitad del camino y con la sonrisa preparada para salir guapo en la 'foto finish'. Se nota en el calendario, que hace cuarto de hora nos anunciaba un cambio de milenio, hace cinco minutos un año nuevo y que hoy nos amenaza con los vientos de otro marzo más. Y todo eso sin habernos llegado a recuperar de los excesos de Navidad. Y a duras penas del efecto 2000. Y así aparece al fondo una nueva primavera sin haber llegado a sacar el chaquetón para los días de frío duro. Pero ya no existe el frío duro. Lo duro son las canas, que aparecieron hace mucho, las arrugas, que se unen a la fiesta y ese maldito dolor en la rodilla. Y el final de los días, a los que se llega como se puede, con ese cansancio amistoso y nuevo. Porque no hablo de un cansancio normal, de un cansancio tangible y familiar, como de miércoles por la noche. No, yo hablo de otra cosa, de un cansancio total, de no ser capaz ni de leer, de un cansancio como de móvil sin batería que llega como un llega un invitado. Pero que ya nunca se va del todo.
Solo que cada mañana se va del todo. Y sales de nuevo a por todas mirando la calle por la que has de correr, sabiendo que estás en el mejor momento de tu vida y convenciéndote a ti mismo que hoy no, que seguro que es diferente y que el cansancio de ayer era circunstancial. Pero acaba el día y de nuevo el coma cerebral y el estado vegetativo del alma. Y vuelta a empezar. A todo eso te acostumbras: es la vida, al fin y al cabo. Nada raro. Desde de luego, de peores hemos salido y hay cosas mucho más duras que esas en el paso del tiempo. Ninguna como la falta de comprensión hacia el mundo nuevo, hacia esa música como de suburbio guatemalteco, hacia los occipitales sin pelo, hacia el turismo en pantallas. Y hay un día en el que algo te hace sentirte fuera. Hay un día concreto en el que para referirse a tu amigo hablan de «ese señor mayor» y entiendes que tu modo de divertirte ya es antiguo. Y tus gustos culinarios. Y tus zapatillas de deporte. Y, entonces, un día los jesuitas se van del Colegio San José y ves cómo tu vida empieza a ser un recuerdo y miras hacia atrás y ves todas las vallas que has tirado desde que sonó el pistoletazo de salida. No tardando, pienso, hablaremos de los jesuitas del Colegio como quien habla de una rareza en peligro de extinción como, qué sé yo, un búho real, un lince ibérico, un solo de guitarra. Y pensaremos que, en el fondo, era extraño tener a padres y hermanos jesuitas viviendo en el propio Colegio. Extraños en su propia casa.
Pero no lo era y no me convencerán de lo contrario. Yo recuerdo estar jugando al fútbol en un campo en el que se jugaban simultáneamente otros dieciocho partidos con sus dieciocho balones y sus doscientos y pico niños y donde, por cierto, todo el mundo tenía claro cuál era su partido, porque éramos capaces de borrar lo que nos sobraba. Del partido y de la vida. Y entonces pasaba un jesuita, no sé, el Hermano Moncada, que no sabes ni de dónde venía ni a dónde iba, pero definitivamente lo hacía con prisa. Y si te rompías la cabeza, a ver al Hermano Martínez, Tossi, que te la cosía sin llegar a soltar el Trujas de la mano. Y a hacer fotocopias donde Sierra, que ha estado expuesto a más radiación que los tripulantes del Apolo 13. O Luis Cantalapiedra intentando que su orquesta sonara de una vez por todas. Por no hablar de todos los Padres Jesuitas, que aparecían por los pasillos como aparecen en tu vida las cosas que no ves pero que, si no están, las extrañas, como un cinturón, un amor, un paraguas. Y nos daban clase, misa y lo que fuera necesario. Los jesuitas simplemente estaban ahí, como el mes de abril. Pero la zona en la que vivían siempre ha sido enigmática, ahí no se podía entrar y yo solo recuerdo haber pasado en contadas excepciones, siempre con mucha prisa y cierto sentimiento de estar donde no debía. Recuerdo su suelo de madera, algún animal disecado y un aura mágica y tranquila, como un Harry Potter de Santa Cruz.
Y ahora, cuando me tomo un gintonic en El Compás los veo salir y entrar por la puerta de la calle La Merced. El otro día les dije a mis amigos que si fuera millonario intentaría vivir mis últimos días en el Cole, entre los jesuitas, callado, leyendo, rezando y sin dar guerra. Desde luego, no se me ocurre un mejor lugar para acabar mis días que el mismo lugar en el que pasaron los primeros, mirando los mismos árboles, las mismas piedras viejas y a la misma Virgen en la misma capilla. Subiendo y bajando las mismas escaleras, mirando las mismas orlas y jugando con el dedo a seguir los mismos caminos en las hendiduras azules de los mismos azulejos viejos. Y, de repente, un día me levanto y veo que no solo no se hará jamás realidad el sueño, sino que se nos van los jesuitas. A Villagarcía, supongo. O a Ruiz Hernández. A donde les manden, como siempre.
No pasa nada, dirán. Y es cierto, no pasa nada. Al fin y al cabo, hace bastante tiempo que ningún jesuita daba clase en el San José. Pero su sola presencia lo cambiaba todo. Nos recordaba de qué iba todo esto, el significado profundo de las palabras valentía, dignidad, sacrificio y servicio. El catolicismo en el que hemos sido educados, ese tan ajeno al dogmatismo, al fundamentalismo y tan cercano a nuestros hermanos y al amor al prójimo, es decir, al compromiso con la sociedad de la que formamos parte. Esa educación tan poco meapilas, tan alejada de beatillos y de mojigatos y tan cercana a Jesús como a la ciencia, al saber, a la búsqueda del conocimiento y de la Verdad, que, por supuesto, son lo mismo.
Harán más aulas, entiendo. O laboratorios, o salas de estudio o bibliotecas. Seguro que todo va a mejor. Pero un Colegio San José sin jesuitas no deja de ser como El Escorial sin Austrias: una orfandad constante, una gotera en el calendario que nos hace ver que el tiempo pasa y que lo que considerábamos normal hasta hoy, mañana será solo una anécdota. Y pasado mañana un recuerdo. Y el día después ni siquiera eso. Y que algún día veremos a los jesuitas venir al Colegio de visita, como vuelven los abuelos a las calles de su infancia. Los echaremos de menos. Y quiero pensar que, quizá, también ellos echarán de menos los gritos, el inconfundible barullo de un patio lleno y a esos niños ruidosos con las cabezas rotas. Tanto como esos niños con cabezas rotas los echaremos de menos a ellos. Y lo haremos mientras sigamos llegando al fin del día. Terriblemente cansados e inmensamente felices, como los niños que, gracias a ellos, un día fuimos.
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Sara I. Belled y Leticia Aróstegui
Doménico Chiappe | Madrid
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