Carlos Pérez, Manuel Moure, Antonio Blanco, Orlando González, José Luis Arias y Roberto Álvarez.
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Eran seis, seis compañeros y amigos, seis amantes de una profesión hoy finalmente desaparecida y, por encima de todo, seis trabajadores entregados a la causa, a su causa.
Y esa causa, ... como la de tantos otros a lo largo de la historia, no era otra que arrancar mineral de las entrañas de la tierra. Un oficio épico, poco prosaico, admirable en todo caso. Lo suyo era meterse en una jaula para caer hasta lo más profundo y allí, del mejor modo posible, arañar la tierra sin descanso.
Este lunes, con las primeras luces del día, se iniciará en León el juicio que debe determinar las causas reales que propiciaron que todos ellos, de la mano, perdieran la vida un 28 de octubre hace algo más de siete años.
En aquella jornada maldita, hundidos a más de 600 metros de profundidad en el macizo séptimo de la galería número 7 del Pozo Emilio, sus almas quedaron prendidas como las de tantos otros compañeros a lo largo de la historia.
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El juicio que ahora da inicio trata de determinar si lo suyo fue un ajuste de cuentas de la naturaleza con quienes se atrevían con descaro a arrebatarle sus bienes más preciados o una clamorosa imprudencia de unos empresarios descuidados y poco previsores. Una imprudencia que, por lo tanto, merece cárcel para los culpables.
Carlos, Manuel, Antonio, Orlando, José Luis y Roberto nunca volverán. Pervivirá su memoria y su gesta, la de aquellos mineros que hicieron de una profesión tan dura y tan extraordinaria un modo de vida. Ellos eran hermanos de aquellos que jamás tuvieron miedo a lo que podía ocurrir, aquellos titanes que enseñaron lo desafiante de una profesión tan singular y tan noble. Eran valientes, osados y grandiosos. Y entrañables, también.
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La mina tuvo con ellos el máximo de los castigos posibles. Para la acusación todo fue el resultado de un conjunto de piezas mal encajadas. Los sistemas de ventilación de La Vasco no eran los mejores para ese tipo de explotación, las señales de peligro fueron obviadas de forma sorprendente durante días, semanas en realidad, en especial la presencia de una amenazante bóveda sobre el taller, y todo con el colofón de una silenciosa explosión de 'grisú' que segó sus vidas en cuestión de segundos.
Asegura la defensa de los empresarios y responsables mineros que precisamente fue ese elemento, el metano, el causante de un fin dramático. Fue imprevisible, sigiloso y silencioso, aseguran, hasta su soplido final. Un suspiro, y la muerte.
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Ser minero siempre fue un oficio glorioso, de esos que producen admiración. Tan solo había que ver una cuadrilla abandonando la jaula para asomarse al exterior de la explotación para comprender que aquellos tipos, enfundados por el polvo negro del carbón, tenían el corazón de cualquier superhéroe.
Y desde luego alcanzar ese punto de admiración solo es posible si te acompaña una leyenda y en este caso la de la minería –más allá de instrumentalizaciones maliciosas– siempre resultó formidable.
Desde este lunes y durante casi dos meses se juzga qué fue lo que ocurrió en el Pozo Emilio para que Carlos Pérez, Manuel Moure, Antonio Blanco, Orlando González, José Luis Arias y Roberto Álvarez dejaran allí su propia vida.
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El auto final que se emita tras el juicio no podrá dar consuelo a las familias que, sin embargo, siempre podrán presumir de lo más grande: sus maridos, hijos, nietos, padres o hermanos eran, por encima de todo, mineros.
Así vivieron y, lamentablemente, así murieron.
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