Siempre es más fácil opinar a toro pasado, pero, en este caso, es muy probable que la idea de repetir las elecciones como vía para facilitar el desbloqueo de la situación política no estuviera del todo meditada. Tal vez se valoró en exceso el precedente ( ... en 2016, en efecto, al PP de Rajoy no le fue mal la repetición), sin caer en la cuenta de que entonces aún no funcionaba un clima de culpabilización como el que había ahora; tal vez se sobreestimó la incidencia favorable de algunos acontecimientos concurrentes (la sentencia del 'procés' y la exhumación, en concreto); tal vez se pensó que la responsabilidad de la repetición se podría endosar a otro con relativa facilidad; tal vez, en fin, se confió en la pretendida tendencia de un sector del electorado a incrementar el respaldo a quien estuviera más cerca de formar gobierno; tal vez un poco de todo eso y alguna que otra encuesta, que también ayudaría. Pero lo cierto es que, a primera vista, la repetición no ha sido un buen negocio; me refiero a que, más allá de lo que haya podido mejorar o empeorar la suerte de cada uno, no ha sido un buen negocio para el fin que se buscaba, que se supone que era el de acercar la gobernabilidad con un resultado más favorable, fruto de una mayor concentración de voto y de un deseo mayoritario de estabilidad.
Y ha ocurrido lo que de vez en cuando sucede en la vida misma; resulta que hay situaciones, acontecimientos, cosas, que no son suficientemente buenas, pero tampoco excesivamente malas, o al revés, que no son excesivamente buenas, pero tampoco suficientemente malas, como prefieran. Quizá algo de esto pasó en las elecciones del otro día, que vuelven a abrir el escenario de la gobernabilidad en términos relativamente similares a como estaba en abril, pero con mayor urgencia, como ya se ha podido comprobar.
Primero un poco de análisis. Los resultados del PSOE y PP, partidos más votados, están en esa cuerda floja, entre lo bueno y lo malo, entre lo no excesivo ni suficiente por ambas partes. Baste una comprobación: el PSOE no solo no ha captado lo que perdió Podemos, sino que perdió algo propio, y el PP no solo no ha captado lo que perdió Ciudadanos, sino que ha sido otro, Vox, el que más se ha llevado de ahí, sorprendentemente. Es cierto que la suma de ambos es la única que daría mayoría absoluta sin necesidad de más añadidos, pero también lo es que la 'gran coalición' no está madura o no es factible y, de hecho, ni siquiera se ha planteado o intentado, más allá de las simples sugerencias de terceros. Ocurre una cosa bien sencilla de entender: ambos tienen al lado un competidor bastante sólido, como lo es para el PSOE un Podemos, aun decreciente, y para el PP un Vox muy crecido. No hace mucho tiempo, un destacado personaje del PP me decía, medio en broma, medio en serio, lo siguiente: «Más o menos, la mitad de la gente del PP son de Vox, pero todavía no lo saben». No lo sabían entonces, pero parece que lo van sabiendo. Y tener un competidor soplando en el cogote limita mucho el margen de decisión, porque, según lo que decidas, puedes dejarle campo libre para que crezca a tu costa y te ocupe el territorio. Eso, y que Vox ha jugado esta vez ese típico papel de opción rompedora que tanto agrada a la patología del cabreo. Lo que para nada debiera obstar a que los dos partidos más representativos se acostumbren cuanto antes a compartir algunos elementos esenciales de la configuración constitucional y algunos objetivos de país, y a decirlo, para que se sepa, estando en el gobierno o en la oposición.
Cuestión aparte es lo de Ciudadanos. Los libros de ciencia política hablarán de ello como un fenómeno histórico: un partido nuevo, con muchas simpatías, llamado a ocupar un espacio amplio y centrado donde se equilibra el mapa político, que se empeñó en competir a un lado donde ya había habitantes genuinos a los que generosamente socorrió o alimentó. Lo hizo con contumaz obstinación, desconociendo todos los pronósticos, y también con eficacia y prontitud; tanta, que en unos meses se dejó por el camino 47 escaños de 57; hecho insólito. En estas mismas páginas describí la trayectoria del CDS en Castilla y León, por si la historia se repetía. Jamás pensé en tener razón tan pronto, en tanta cantidad y para toda España.
Y ahora la solución. Prueben a hacer sumas en distintas direcciones, por bloques o con transversalidad, y verán lo que sale. El PSOE y Podemos han empezado por hacer una, y bien está. Quizá deban explicar con largueza cómo han podido solventar en un par de días obstáculos que parecían insalvables durante meses hasta motivar la repetición electoral. Porque no bastará con que la respuesta la dé el refranero (ya saben, «a la fuerza ahorcan», «obligado te veas», «de la necesidad virtud»...); se trata de que el preacuerdo sea, al menos, sincero y tenga que ver más con las convicciones, aún modificadas, que con el miedo. Porque luego vendrá la segunda parte, ya que la suma no es aún suficiente. Los dos partidos suman ahora menos que en abril y eso supone que hace falta añadir votos a favor y abstenciones, incluso para la segunda votación de investidura. Basta comprobar de dónde puede venir lo uno y lo otro para calibrar las dificultades y las consecuencias; habrá muchas lupas de aumento puestas encima de cada movimiento y de cada palabra. En el Congreso de los Diputados han entrado nada menos que 16 formaciones políticas y cada escaño puede ser decisivo en las votaciones. Ahí es nada. Así que habrá ocasión y tiempo para seguir con atención el interesante proceso que tenemos por delante.
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