Para seguir viviendo
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«Los números son tan contundentes como los golpes que están recibiendo las familias que sienten la muerte de un ser querido sin poder siquiera despedirse de él»Ya has descubierto que la felicidad consiste en tomarte una cerveza muy fría en una terraza agradable al lado de personas a las quieres. Eso es lo que echas de menos, una normalidad esfumada por la fuerza arrasadora del Covid-19, esa nueva peste negra ... que nos pone cada día frente al espero de nuestra propia fragilidad como sociedad para recordarnos que no somos invulnerables, como creíamos antes de que todo esto pusiera patas arriba nuestras vidas.
Nos acercamos cada mañana a las cifras oficiales con el aliento contenido. Los números son tan contundentes como los golpes que están recibiendo las familias que sienten la muerte de un ser querido sin poder siquiera despedirse de él. Los médicos hacen triaje en las urgencias ante la falta de medios y la saturación del sistema, deciden quién puede ocupar la cama de una UCI y quien se ve privado de ese tratamiento en función de la esperanza de vida y las patologías del paciente. Es terrible. Hemos visto a facultativos llorando y a todo el personal sanitario desbordado y exhausto. Tiene razón Igea, el personal sanitario agradece los aplausos de cada tarde, pero más que ovaciones necesita medios para poder hacer su labor. Hablamos de economia de guerra, de sanidad de guerra y de medidas excepcionales de guerra; estamos en guerra y todo esto es algo que no vamos a olvidar mientras vivamos. Un hito que se estudiará en el futuro, como el momento histórico en el que el tiempo se detuvo y un virus consiguió paralizar el mundo entero.
Ahora, además, le vamos poniendo, desgraciadamente, caras a las cifras. Todos conocemos a alguien ingresado, afectado o en una unidad de cuidados intensivos. Son familiares, amigos, padres de personas cercanas. El coronavirus ataca y las víctimas tienen nombre y apellidos cuando hasta hace una semana eran datos anónimos reflejados en los telediarios. Lo más duro está por llegar, nos dicen, pero lo más duro ya está aquí. Nos hacemos a la idea de quince días más de confinamiento que daremos por bien empleados si sirven para parar este drama cotidiano. Nos quedamos en casa anhelando pisar las calles nuevamente, disfrutar de las pequeñas cosas que hacen que la vida merezca la pena. Tenemos necesidad de alguna buena noticia, por eso alimentamos la esperanza a la espera de conseguir eso que los políticos, siempre encantados con cada nueva expresión, denominan «aplanar la curva», bajar la gráfica de fallecimientos e infecciones. Ese es el objetivo.
Y mientras la vida se detiene, también lo hace la economía. Los gobiernos han pulsado el botón del pánico que detiene la actividad productiva y todos los sectores se han precipitado a un abismo cuyas consecuencias futuras aún están por determinar. Nunca había ocurrido que no volaran los aviones, que no funcionaran las fábricas, que no hubiera bares, ni restaurantes, ni hoteles, ni tiendas abiertas. Los gurús de los mercados hablan abiertamente de recesión y nos anuncian, por si faltaba algo, que la recuperación de algunos ámbitos de la economía será lenta y extremadamente dura. España es un país «cerrado por precaución», y lo mismo ocurre con otras naciones, en todo el planeta. Vivíamos bien y no lo sabíamos; éramos felices y no fuimos conscientes de ello. Ahora, de golpe, nuestro mundo se ha derrumbado y sabemos que nada volverá a ser lo mismo a corto plazo. Por eso alimentamos sueños y nos refugiamos en aquel hallazgo del poeta canario José Luis Pernas: «A veces resulta necesario buscar una esperanza para seguir viviendo».
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