La portavoz del Gobierno, María Jesús Montero, que siempre es imaginativa, ha dicho que la reunión de hoy entre Sánchez y Torra le recuerda a la de Suárez y a Carrillo. Yo veo a Suárez con Tejero. Es curiosa la fascinación del Gobierno por la ... Transición; ya la mentan más que al franquismo. Se entiende esta inclinación porque situarse en la Transición es casi vivir en el franquismo; en lo que vino después del franquismo, en lo que terminó con el franquismo. Y así, cada vez que Sánchez se remite a los valores de la Transición para hacer sus cositas sánchicas, en realidad está diciendo sin decir que él está terminando con una dictadura, la de Franco o la que sea. Porque Sánchez te viene a contar sin decirlo que cada decisión de Sánchez está encaminada a salvar el mundo. La Transición sanchista incluye otros varios comodines políticos, muy útiles y también muy mezquinos. El primero es la condición de excepcionalidad que le imprime al actual momento, esta sensación de telediario de que España agoniza cada lunes al borde del abismo, pero viene Sánchez a tomar decisiones arriesgadas para salvarla. Esto es muy suyo: parecer que asienta la democracia y, en realidad, está salvando los Presupuestos Generales del Estado. Dado que ser un tipo mediano que hace lo que puede en la vida -lo que somos todos- conlleva un poso de miseria anodina, uno tiende a sostenerse pensando cosas de sí mismo y comparándose con los grandes. Un día entra uno en la zona de verduras del Mercadona como si accediera al Foro de Roma. El lunes pasado le di a mi hija mayor una arenga sobre el sacrificio mientras hacía ejercicios de matemáticas y me vi a mi mismo como el Winston Churchill de los deberes.

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El segundo ardid consiste en que aceptando el marco político de la Transición se asume un régimen anterior dictatorial y poco democrático, esto es el PP. Esta España, que se empeñan todos en mostrarnos como un campo de minas, en realidad es una democracia graciosamente anodina donde no acechan grandes amenazas a las libertades, salvando el golpismo moderno con el que intentaron coartar las leyes y los derechos de los españoles, justamente los tipos con los que se sienta Sánchez y a los que ofrece cosas a cambio de su supervivencia parlamentaria. También es casualidad.

En todo caso, esta megalomanía no es patrimonio exclusivo de la Moncloa. En España proliferan las salas de apuestas y el catálogo de personajes históricos, hombres de Estado y demás fauna y flora, un ecosistema descabellado en el que Sánchez es Adolfo Suárez, Quim Torra es Santiago Carrillo y Arnaldo Otegi, poco menos que Nelson Mandela.

A Junqueras, que está condenado por sedición entre otros delitos, te lo venden como un hombre de paz. «¡Junqueras, hombre de paz!», se escucha en la cola de la panadería. «¡Otegi, hombre de paz!», grita alguien en la cola de la taquilla de los toros. Vive aquí tanto hombre de paz que cualquier día echaran a volar y no veremos el sol.

Estas cosas se hacían antes con más decoro: a uno le vendían años después en un documental emitido de madrugada las bondades estadistas de toda la gente de la que uno sospechaba hasta ese momento con argumentos más que fundados que eran unos hijos de la gran puta. Ahora este proceso se ejecuta en el instante de manera acompasada de manera que todo sucede la vez: la pifia y el blanqueo. A qué esperar.

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