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Qué inmensa alegría proporciona cualquier premio. Incluso aquellos que no nos esperamos o de los que apenas teníamos conocimiento antes de ser, o sentirnos, merecedores de ellos. El premio es un espejo, pero no uno cualquiera sino de boutique; una de esas superficies pulidas, ligeramente ... bienintencionada, que nos devuelven casi siempre una versión espléndida. Nosotros, que ya nos tenemos muy vistos, que nos sabemos de memoria, recibimos complacidos la imagen mejorada en el probador y no salimos de nuestro asombro. Caramba. No imaginábamos que aquella prenda pudiera sentarnos tan bien. Porque el milagro ha de hallarse en sus hechuras, claro, no en las nuestras. Difícil será que a estas alturas vayamos a descubrirnos ante el espejo de una tienda de ropa. Nosotros ya nos conocemos, aunque parezca inevitable que lo hagamos de nuevo y que, ante las novedades, incluso lleguemos a encariñarnos con el reflejo.
Esa es, en todo caso, la misión de cualquier reconocimiento: cambiar la opinión que nos merecía nuestra propia imagen, volver a conocerla, concederle una segunda oportunidad. Los premios y las distinciones son superficies pulidas y distorsionadas con habilidad e inteligencia capaces de devolvernos esa mentira inocente que admitimos gustosos. Acaso sea ese el motivo por el que ante la recepción de un premio las reticencias desaparecen en nuestro fuero interno y admitimos la mejoría sin atisbo de duda. Lo compramos –faltaría más–, como esa camisa que nos sienta tan bien, y lo paseamos como es debido, con el orgullo preceptivo, con la satisfacción intacta. Porque sentirse bien es inspirador y curativo –terapéutico, recomendable–, aunque la imagen real que mostremos no sea exactamente igual a la que asumimos finalmente gracias al espejo mágico del probador, ese distorsionado ligeramente, del que ya no tendremos necesidad de hablar jamás.
Esta última semana, The Climate Reality Project, una entidad presidida por Al Gore, aquel vicepresidente de los Estados Unidos que conquistó la fama por perder unas elecciones a los penaltis y resarcirse con un Nobel de la Paz y un Oscar gracias al aleccionador documental titulado 'Una verdad incómoda', ha reconocido la labor del Ayuntamiento de Valladolid con un premio Climate Leader Award por el compromiso del gobierno municipal con la sostenibilidad y el cambio climático. A la entidad promotora del premio ha debido de agradarle su gallardía y determinación para alejar el tráfico contaminante del centro, para implantar el uso de energías renovables, para desplegar una red protectora de carriles bici y para instalar todo tipo de ingenios que mejoren la calidad medioambiental de la ciudad con superficies ajardinadas verticales, cobertizas y voladizas. Y nosotros recibimos este bonito reconocimiento y nos gustamos. Poco importa que la realidad contenga algunas salvedades y muestre pliegues donde no debiera. Contemplar, por ejemplo, los esforzados e incomprensibles trabajos de tramoya desplegados a lo largo de la calle Santa María provoca tantas dudas de estética, seguridad y calidad de vida entre el vecindario que ha visto cómo se cegaba la visibilidad y el acceso a algunas ventanas y balcones con un canalón suspendido entre triángulos y cables, que todo ello supera en incertidumbre y desazón la armonía y sosiego pretendidos. Lo del fin y los medios, vaya.
En cualquier caso el premio es bienvenido, como aquella Escoba de Plata que otorgó al Ayuntamiento gobernado por León de la Riva la Asociación Técnica para la Gestión de Residuos y Medio Ambiente. Nadie cuestionó entonces aquel espejo ligeramente distorsionado y nadie habrá de hacerlo ahora si la imagen que reflejamos es, al menos, inspiradora y curativa.
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