Nos estamos quedando sin librerías. Los avances comerciales emperrados en quitarnos nuestras tradiciones se han volcado en dejarnos sin el placer de entrar en una librería de las de siempre –las de supermercado son tiendas que venden libros–, ojear las novedades, deleitarnos con el olor ... de la tinta impresa, intentando descubrir algo nuevo, pasando las páginas y comprobando si el tamaño de la letra se ajusta a nuestras dioptrías…
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Algunos empezamos a estar hartos de tantos avances tecnológicos y mercantiles para que trabajemos menos y ocupemos el tiempo libre que nos deja buscar empleo, jugando con maquinitas expendedoras de juegos triviales que quizás aporten entretenimiento, pero sobre todo obstrucción mental. Entre tanto, las nuevas tecnologías nos están alejando de la cultura para que los tiburones del negocio la arrinconen al cuarto de las antiguallas. Tal parece que los libros molestan a quienes no les gusta que pensemos por cuenta propia. Y para evitarlo han empezado a cargarse las librerías, los negocios más honestos que existían, y a jubilar los viejos libreros, los profesionales más entregados.
Aprovechando la pandemia y la posibilidad de pellizcar en las ayudas europeas, todo el mundo reclama algo. Primero está la salud lo sabemos, y después y luego la economía, que nos permite comer, pero detrás debería venir la cultura que nos anima a vivir en nuestro tiempo, disfrutar de las artes que no necesitan atajos tecnológicos y profundizar en las ideas ajenas.
De los libreros que nos ayudan con sus conocimientos, con su tiempo, con su sacrificio y austeridad, nadie parece acordarse. Para sus crisis no hay subvenciones. Hay quien se conforma con las tiendas que venden libros y dependientes que los empaquetan igual que si se tratase de una docena de cebollas. Algunos libreros han empezado a quejarse en voz baja; lo malo es que quedan pocos para hacerse oír y nadie le escucha
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Mientras tanto, nada es más triste que visitar pueblos y hasta ciudades sin librerías. Donde estaban los escaparates de libros ahora hay salas de juegos que contaminan a jóvenes y mayores, tiendas de souvenir horteras y frecuentes persianas bajadas y pintarrajeadas de grafitis. Algo va mal cuando hay que comprar libros a ciegas, en lugar de recorrer librerías, respirando conocimiento, ojeando anaqueles y conversando con la sabiduría contagiosa de los libreros de siempre. Algo va mal cuando necesitamos algún libro y tiramos del recurso de esperar a que un trabajador sacrificado llegue pedaleando para ganarse la vida con una caja a cuestas a ponérnoslo en casa.
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