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Hará tres o cuatro años, no lo recuerdo con precisión, una pandilla de patibularios intentó desvalijar el sancta sanctorum de la Capilla de la Virgen de Loreto, la maravilla de las maravillas del Convento de la Encarnación de las Carmelitas Descalzas de Peñaranda, levantado ... por don Gaspar de Bracamonte, virrey de Nápoles, y desde poco antes de aquel suceso no había vuelto por allí.
Aquellos malhechores, que actuarían por encargo, tenían el golpe minuciosamente preparado. Esperaron hasta la última hora de una jornada otoñal desapacible e irrumpieron en tromba en el momento en que el sacristán, Mariano, ya entrado en años, apagaba las luces. Lo redujeron con suma violencia, lo maniataron sin contemplaciones y a continuación procedieron a mazazos contra las rejas del locutorio. Y en ello estaban, engolfados en el asalto, cuando una monja rezagada, que a esas horas debía de encontrarse en el extremo contrario del convento, escuchó sus porrazos y dio la voz de alarma. Se escaparon por los pelos, porque la policía llegó de inmediato, amenazando con que volverían.
Pues ya, ya. Lo tienen negro si se aventuran. De momento el que ha vuelto he sido yo, esta misma semana, y la verdad es que salí encantado. La Junta de Castilla y León, además de restaurarlo modélicamente, lo ha blindado con eficaz discreción. «Toda su visita está siendo grabada, desde que se aproximó a la puerta hasta que se vaya», me explicó Mariano risueñamente. Lo cual habrá costado un buen pellizco, porque la seguridad, como todo, tiene un precio, y un precio alto. Pero sería imposible de otra manera. Y es que la comunidad, integrada por nueve monjas (siete peruanas más una brasileña, que se han adaptado perfectamente, y solo una española, la mayor), obviamente no puede garantizarla.
Su riqueza patrimonial apabulla: tres cartas autógrafas de Santa Teresa, rejas policromadas y yeserías de filigrana, una colección de óleos entre los que se cuentan algunos de los mejores de Lucas Jordán, una Anunciación que, iniciada por el monje Bartolomeo, la tradición considera acabada por un ángel mientras este dormía, los medallones de las pechinas, cobres y relicarios de antología y, en definitiva, una colección de pintura y bronces napolitanos que a mi juicio figuraría entre las buenas en la mismísima Italia, obras de arte adquiridas por el fundador, que dispuso el descanso eterno para «su cuerpo en el claustro […], entre las religiosas, sin más distinción en su sepulcro que una lápida con rótulo».
A veces se gasta el dinero mal, qué duda cabe. Pero en otras ocasiones, en muchas, se ha gastado y se gasta muy bien. Y sencillamente no lo sabemos contar. Yo creo que esto tiene más interés que lo del CIS de Tezanos. Regálense la visita.
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