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Solo soy de pueblo por parte de santa, un ruralita consorte que hace veinte años preguntaba, en serio, si los pepinillos crecían por debajo o por encima de la tierra. Con esa ignorancia urbanita que te lleva a ver el mundo como una serie ... de ciudades unidas por espacios en blanco y carreteras. Mi concepto de pueblo era Arévalo, donde en el año 73 podías nacer con ocho meses y sobrevivir porque tenía su propio 'hospitalcito' y una población de siete mil habitantes. En Castilla y León, una ciudad.
El aprendizaje rural se adquiere poco a poco, como una rehabilitación. Primero con ciertas ínfulas de superioridad, claro, porque cómo puede vivir esta gente aquí, en mitad de estos montes, o campos, o viñedos, casi sin cobertura de móvil o sin 4G o sin güifi para el neflis o el hachebeo, según la época de la cambiante historia tecnológica en la que nos situemos.
Luego llega la fase en que se aprecian esas cositas que no están mal, y que siempre tienen que ver con la comida. Vaya pan, oiga, una hogaza de dos kilos que dura una semana sin convertirse en piedra. Vaya tomates. Vaya carne a la brasa.
Conforme ganas kilos y reposas empiezas a observar otras cosas. El paisaje. Las costumbres. Y también las ausencias. Los tenderos que tocan el claxon cuando llegan, porque no hay tienda. Una escuela sin niños. Un consultorio médico que solo cobra vida un día a la semana. Un viaje en coche para casi todo, la farmacia, el estanco, la ferretería.
Un día escuchas hablar sobre la gravedad de la despoblación y al día siguiente te cuentan un plan para desmantelar la maltrecha sanidad rural. Y te preguntas si alguien, en la Junta, sabrá dónde crecen los pepinillos.
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